Entiéndase que soy totalmente afín a la propuesta de generar opciones de desarrollo humano (y no solo económico; por eso no comparto la noción del salario mínimo diferenciado) para la gente en el país. Por supuesto que estoy a favor de que el Estado invierta en salud y en educación con pertinencia cultural y de que haya acceso a servicios públicos de saneamiento, agua entubada y otros que promuevan una vida digna entre quienes vivimos cerca y lejos de las ciudades o los núcleos urbanos. Pero ojo, que eso no quita que les demos voz a los y las migrantes y que conozcamos lo que viven.
Como parte de construir una vida en el país de destino, por supuesto que se necesita trabajar, y la mayoría se van para conseguir un mejor ingreso. Pero poco a poco se ha identificado que muchos migran por razones relacionadas con la inseguridad. Los niños y las niñas migrantes no lo dicen a la primera. Las mujeres, tampoco, en general. Pero, si ponemos atención a sus historias, si compartimos sus anhelos y sus vidas, no es raro escuchar que muchos se van huyendo de la violencia en sus hogares o comunidades. Uno de los problemas es que, en su huida, la violencia los encuentra de frente.
Entre las mujeres hay muchas que dicen que se van para conseguir mejores opciones de vida —o para mantener una familia de la cual son cabeza—. La migración de muchas no solo es económica, sino que también implica un paso en su empoderamiento, en dejar atrás relaciones que las marginan, cuando no las oprimen. Las mujeres migrantes son, en general, valientes, y aun así el tránsito —los miles de kilómetros que recorren para llegar a su destino— puede llegar a ser un verdadero calvario. En los lugares de origen se ha visto que actualmente la gran mayoría utilizan algún método anticonceptivo para evitar un embarazo no deseado producto de una violación en la ruta. La naturalización de la violencia sexual es ya una realidad para muchas. Otro tema es el estigma que esta produce si son deportadas.
Recuerdo, incluso, a una mujer hondureña en un albergue para migrantes en México que me contó cómo la había abandonado el amigo —coyote— de su marido por haberse negado a tener relaciones sexuales con él. Estaba allí sola, sin un quinto para volver ni para seguir. En realidad fue poco lo que le hizo el tipo en relación con las historias terribles que se saben de las mujeres en tránsito: abusos verbales y físicos, violaciones e incluso venta y trata de personas. Sin embargo, esta historia evidencia lo expuestas que están las mujeres a ser víctimas de violencia, y particularmente de violencia sexual, cuando toman decisiones de riesgo, en este caso migrar, independientemente de si lo hacen con alguien de confianza o no.
El tema tiene implicaciones centrales en el debate sobre la migración. Como siempre, nos olvidamos de las experiencias cuasiexclusivas de las mujeres. Imagínense que cuatro de cada 10 mujeres en el país han sufrido algún tipo de violencia por parte de sus parejas o exparejas —verbal, física o sexual—. ¡Cuántas mujeres migrantes han sido víctimas de esto mismo en su tránsito migratorio! Me pregunto si acaso no es un tema que deberían estar conversando todos aquellos que pueden tomar decisiones en cuanto a la forma de invertir los recursos producto del discurso migratorio.
Las y los migrantes no son personas ilegales, mucho menos criminales. Todos y todas merecen que sus derechos les sean respetados. Es un tema atinente a la política migratoria en nuestros países. Lo es también el específico tema de la violencia contra las mujeres migrantes. Guatemala no está exenta. No solo somos país de origen de migrantes, sino que también pasan por aquí muchas mujeres. ¿Cuántas historias de este tipo se pueden contar aquí mismo, entre nuestras fronteras?
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