Los jóvenes de hoy quieren migrar, tanto los de estratos altos y medios altos como los de bajos y medios bajos. En general, según la Encuesta Nacional de la Juventud —ENJU—, al menos un tercio de los jóvenes han pensado en migrar a Estados Unidos y la diferencia entre estratos sociales es poco significativa. Por ello, lo interesante de abordar el tema de la estratificación social en las migraciones no es la diferencia sobre la intención de migrar. Son otros fenómenos asociados que al menos comprenden, por un lado, a) la capacidad de lograr un traslado exitoso y estable a otro país; por otro, b) la vulnerabilidad bajo la cual emprenden el camino; y por último, c) la reproducción de la estratificación social del país de origen en el país de destino. Este artículo se referirá al último de los temas.
El Estado de Guatemala no ha servido de cohesionador, sino, por el contrario, de fragmentador de identidades basadas en un modelo económico racista y discriminador. Las identidades culturales, diversas en el país, no deberían ser en sí mismas objeto de estratificación social. Aquí ser indígena —en el imaginario colectivo dominante— es igual a ser pobre e iletrado, mientras que ser blanco —mientras más blanco mejor— es todo lo contrario. Los polos de exclusión están vinculados al color de los sujetos y al origen étnico de las personas a simple vista, aunque afinando el análisis podemos encontrar patrones mucho más complejos que incluyen otros elementos a nivel nacional y local. Sin embargo, aunque se vive cotidianamente, la estratificación social no es natural, sino producto de largos procesos económicos y políticos que han beneficiado a pequeñas élites sobre las grandes mayorías, algo que, si bien no es exclusivo del país, sí es inusitadamente diferenciado en Guatemala, lo que ha sido recientemente abordado por Plaza Pública en su editorial acerca de los datos y los mitos sobre la desigualdad.
Una de las consecuencias directas de esta alta concentración de la riqueza, pero sobre todo de la diferenciación y el racismo con que este Estado ha sido construido, tiene que ver con la imposibilidad de vernos como iguales (con los mismos derechos, como legítimos interlocutores para construir este país). La sociedad guatemalteca, mucho más que otras sociedades, lleva en la sangre la estratificación social, y esa incapacidad de vernos como iguales borra de alguna manera los límites de los estratos y nos divide de manera más radical y dolorosa.
Hay países donde la riqueza y el capital están también concentrados, pero donde la ciudadanía se entiende más en términos igualitarios. Es decir, la diferencia entre política y economía es más fuerte y por lo tanto es posible hacer un reclamo político parado desde —casi— cualquier esquina de la estratificación social —siempre que seas ciudadano, claro—. En este país, la diferencia es casi inexistente: si no tienes capacidad económica, tampoco tienes voz política.
La migración y la estratificación social están íntimamente relacionadas. Y aunque existen historias exitosas de migrantes que han logrado el tan afamado sueño americano, lo cierto es que la estratificación social migra con quien lo hace. Por supuesto que se puede ser pobre en distintas dimensiones y que hay pobrezas mucho menos lacerantes que otras. Por ejemplo, las mujeres migrantes que mencionaba en mi columna anterior pueden haber sufrido violencia en el tránsito, pero haber encontrado seguridad en el destino, y sus hijos —cuidados por sus madres, tías o abuelas en el país de origen— pueden estar recibiendo los beneficios de las remesas. En el largo plazo, el dinero que la madre envíe podría eventualmente ayudar a cambiar algunos rasgos de la estratificación social de sus hijos, pero es muy poco probable que cambie los de ella misma con el único hecho de haber migrado.
La estratificación social migra con quien lo hace porque, en su mayoría, los pobres migran en condiciones de vulnerabilidad, se insertan en los países de destino sin documentación, consiguen trabajos poco remunerados y de baja calificación y, en muchos casos, deben esconderse por temor a ser deportados. Las comunidades que los reciben también tienden a tener características que estratifican. Si bien casi todos los migrantes se benefician de redes sociales en el destino, no es lo mismo ser recibido en un cuarto hacinado y sin accesos que en un apartamento en algún lugar exclusivo de Miami, Nueva York o Washington.
La interpretación de las migraciones es compleja, entre otras razones porque las tendencias macro muchas veces contrastan con las realidades micro. Para algunas familias pobres, la migración es de beneficio directo e impacta en la vida cotidiana: en el qué comer hoy, en el pagar un hospital o un servicio médico…, que con los ingresos del país de origen habría sido imposible. Pero en el largo plazo refuncionalizan el sistema económico. La reproducción de la estratificación social no es casualidad entre países con diferencias económicas tan grandes, pues finalmente estas relaciones de desigualdad permiten que el sistema económico opere.
A algunos sectores económicos les conviene que siga habiendo migración irregular, ya que esta permite que los migrantes se ubiquen en los peldaños más bajos de la pirámide social. Contemporáneamente, además, da una excelente excusa para seguir utilizando el discurso de la seguridad, que tantos réditos económicos reporta, y exacerba la política nacionalista, que va de la mano de partidos conservadores en todo el globo. En nuestros países, las remesas —que no los migrantes— son importantes en tanto inyectan a la economía dinero que de otra forma no produciríamos, sacan a algunos miles de hogares de la pobreza o la pobreza extrema e incluso benefician al sistema financiero y a las empresas de telecomunicaciones.
Hoy la relación Norte-Sur en el mundo está permeada por estas relaciones. Sin embargo, si conocemos la historia mesoamericana, notaremos que antes también existía movilidad, pero en otros términos, quizá más igualitarios —o no—, pero seguramente sin tanto costo en la vida y el desarrollo de la gente.
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