Tales programas se enfocan, en su mayoría, a jóvenes de áreas urbanas empobrecidas, de zonas rojas. Se pretende alejarlos del crimen y se busca crear otras alternativas, como el deporte, el arte o la formación técnica. Existen varios esfuerzos de distinta naturaleza. Algunos son gubernamentales o municipales, otros son impulsados por agencias de cooperación internacional y otros son esfuerzos más locales, de oenegés, Iglesias o agrupaciones locales. Dependiendo de ello y de sus motivaciones, así son los alcances. Me refiero a que algunos programas solamente buscan sumarse a la propaganda electoral, otros se conforman con cumplir los requisitos de la cooperación y otros son mucho más genuinos y con mística, tales que las comunidades llegan a apropiárselos.
A los jóvenes se los extrae de su realidad y se los lleva a lugares donde se les habla de otras cosas que les permitan apartarse y ver más allá de su barrio y de las historias de violencia que a diario se viven no solo en las calles, sino en sus propios hogares. Son espacios donde niñas, niños y jóvenes tienen acceso a actividades que de otra forma no podrían llevar a cabo, como clases de teatro, de baile, etcétera, lo cual puede llegar a tener repercusiones positivas en sus sueños y en su forma de ver, entender y relacionarse con la vida.
Pero lo cierto es que estos programas, sea cual sea su modalidad, o por más integral que sea su enfoque, tienen presencia objetiva en la vida de los beneficiarios solo por algunas horas al día o a la semana. Cuando estos regresan a su barrio y a su casa, la realidad sigue intacta. La pobreza, la desigualdad, la injusticia, la corrupción y la impunidad se materializan allí, en su cuadra, en su choza, en su familia y en sus amistades.
La prevención de la violencia no se puede reducir a clases de futbol o de inglés. De nada sirven las capacitaciones técnicas si no hay quién emplee a estos y estas jóvenes y les pague salarios dignos. Insuficientes son los esfuerzos si el conjunto de la sociedad constantemente les envía mensajes de no sirves, no vales, no existes; si no hay posibilidades de acceder a los derechos que consideramos básicos: la vida, la familia, vivienda, educación, salud, trabajo, recreación, transporte, etc. Aquí esos derechos se elevan a la categoría de privilegios para otros pocos.
He escuchado muchos testimonios alentadores y esperanzadores de hombres y mujeres que, en medio de contextos adversos y llenos de violencia, han salido adelante y se han convertido en mensajeros de paz. Casi todos lo han hecho de la mano de alguna de estas organizaciones. Y me parecen esfuerzos dignos de admirar, documentar e imitar. Pero a la vez he visto lugares donde las condiciones materiales y objetivas del empobrecimiento van profundizando y robusteciendo cada vez más los círculos viciosos de la pobreza-violencia, casi sin ninguna esperanza de que estas condiciones cambien.
¿Qué tanto se puede alcanzar a través de estos programas de prevención mientras las condiciones estructurales sigan siendo las mismas? ¿Qué tanto se puede lograr cuando el Estado mismo, en lugar de mejorar las condiciones de vida, se convierte en un actor central en la producción y reproducción de la violencia?
Hace unos días platicaba sobre esto con un compañero con más de 20 años de experiencia de trabajo en estos temas. Me decía que lamentablemente sí, que duele en el alma aceptarlo, pero que este tipo de organizaciones, más que prevención de la violencia, son un paliativo. No obstante, me dijo algo mucho más importante: «Estaríamos mucho peor si no existiéramos». Y para ellos mi reconocimiento por creer y actuar frente a una realidad que nos bombardea con la desesperanza, la frustración y la impotencia —que a la mayoría nos inmoviliza—. Tal vez lo más cercano que hay a la fe.
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