Llegó la famosa práctica docente: la primera vez que uno es maestro “de verdad” pero sin título. Habitualmente me asignaban grupos “especiales” (entiéndase aquellos conocidos por problemáticos). La práctica docente no fue la excepción y me tocaron unos chicos cuyo comportamiento ameritaba que año con año les tocara una practicante “dura de roer”. Ya estaban en sexto grado, eran los grandes de la escuela. Tuve un marero al que sólo vi tres veces. Había un gordito lindo excepto por su firme deseo de que su primo lo insertara en una mara. Me informó que ellos hacían llorar a todas sus practicantes y que yo no iba a salvarme de eso. Las practicantes siempre lloran al final, cuando se despiden, no antes. En una ocasión me arrojaron una semilla de coyol que tuvo a bien estrellarse con mi nariz y, en mi testarudez, no permití que cayera una sola lágrima del mar que se me formó por el impacto. Hice como si nada y seguí dando mi clase: átomos, si no recuerdo mal, pegando pelotitas de colores en la pizarra. Un niño alertó al director. Yo no acusé a nadie –no sabía quién había sido-, dije que no había pasado nada, ellos pensaron que por complicidad, en realidad fue por puro orgullo, pero me gané su respeto.
No todo fue malo. Padecía de un perfeccionismo enfermizo que me hizo sufrir mucho porque durante la práctica tenía muchas otras cosas que hacer y no salió como la había imaginado. Pero me celebraron mi cumpleaños, al final recibí papelitos con mensajes lindos, regalos sencillos, algunos abrazos y llegó el momento de llorar. No sentía nada, era incapaz de conmoverme. No sé qué me pasó, paré haciendo un teatro. No los extrañé, ni sentí nostalgia ni nada. Me habían mentido, eso que sienten los maestros no era cierto, o simplemente estaba vedado para mí. Elegí la segunda. Ellos tenían una maestra, la de verdad. Quizá era buena, seguramente alguna vez fue mejor, pero ya había sufrido lo que debe pasarle a muchos maestros luego de largos años de ser aplastados por un sistema educativo mediocre. Ya no se esforzaba mucho pero algo sí pude ver: ella los quería. Pensé que quizá ya no tenía el entusiasmo original, pero era “maestra” porque nada había logrado arrancarle el amor. Yo carecía de eso, era una mala maestra, aunque otros dijeran lo contrario. Todo era un acto, un disfraz, en el fondo yo sabía que no era buena.
Se acabó, me fui, elegí la ciencia y no volví a ver atrás. Eventualmente paré enseñando laboratorios de física en la universidad, luego cursos. Tuve adolescentes de nuevo hasta el año en que me iba a ir a estudiar a Francia, fueron como siete meses. Fue igual, no sentía nada, ahora con estas niñas locas y alegres en un colegio donde los problemas eran distintos a los de los niños de la escuela. Tal vez sí había logrado desarrollar cariño por ellas pero estaba tan enfocada en mi partida que fue opacado. Confieso que sí se me movió algo cuando una niña me dijo de la factorización: “con usted ¡es la primera vez que lo entiendo!” Y otra, una de esas niñas insufribles que no para de molestar y a la que le iba fatal en matemática, luego de tanto insistir y explicar y volver a explicar sacó muy buena nota en un examen. Saltó y se me tiró encima en un abrazo mientras gritaba “¡lo logré, gracias, lo logré! Un día leímos poesía, con la excusa de hacer una pausa y pensar en otras cosas (eso de leer poesía en clase se lo aprendí a una mujer que fue una maestra excepcional para mí). Parece que les gustó más que hacer matemática, pero a mí me valió una conversación rara con la profesora de Idioma Español. Finalmente tenía que irme, pesó más la emoción por mi viaje que cualquier otra cosa así que supongo que me perdí la experiencia. Seguro fue porque era mala maestra, no podía poner a las niñas primero por una vez.
Confirmado, no soy la romántica que hay que ser para encarnar el magisterio. Años sin preguntarme por qué lo hice. Y los hechos, los recuerdos, hasta donde voy, no ofrecen mucha justificación… todavía.
*Justify my love, canción de Madonna del álbum The Immaculate Collection (1990)
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