Viven más personas en el estado de Sao Paulo que en Argentina. Para ir de Rio de Janeiro a Manaos se debe tomar un vuelo de más de cuatro horas. ¡Cuatro horas!
Este domingo, los cariocas van a decidir si le dan cuatro años más a su presidente Dilma Rousseff o si la sustituyen por la ex ministra Marina Silva. La historia personal de Marina Silva es extraordinaria. No se la hago larga: ella encarna una historia de lucha a contracorriente en defensa del bosque tropical y la justicia social que la llevó de la pobreza a las alturas políticas de su país.
Marina Silva fue Ministra de Medio Ambiente para Lula pero renunció en 2008 por diferencias con el gobierno en temas ecológicos. Cualquier espectador la habría clasificado entonces como una dirigente de principios, símbolo de la resistencia ideológica al pragmatismo del gobierno. Seis años después –luego de protestas callejeras, un Mundial de Futbol y una derrota 7 a 1–, Silva se ha convertido en el estandarte de la oposición a Dilma.
¿Qué ocurrió? ¿Cómo ha podido ella –ubicándose a la izquierda de Dilma– conseguir el apoyo de las clases medias conservadoras que siempre han eludido al PT?
En realidad, este tipo de reacomodos sorprende solamente a los incautos. La estrategia de apoyar versiones más extremas, más intransigentes de los verdaderos rivales es una estrategia tan antigua como efectiva. No digo que haya sido premeditado –aunque es válido tener algunas preguntas sobre la muerte de Eduardo Campos en agosto. Tampoco creo que la candidata Silva se haya prestado conscientemente a un truco de la derecha brasileña. Creo más bien que convergieron circunstancias aleatorias que viabilizaron su candidatura y los opositores del PT la han abrazado no tanto por sus propias posiciones sino porque es quien más daño puede causarle al gobierno.
La revista The Economist, por ejemplo, parece ya haber tomado partido por Silva. Similar el caso de los mercados financieros, que celebran cada vez que una encuesta muestra en problemas a Dilma. A Marina Silva la ven, sin duda, como una opción para reducir aranceles, simplificar el gobierno e implementar la austeridad fiscal, siendo éstas las principales diferencias entre el sector privado y el gobierno del PT. Ella, mientras tanto, promete que nada de esto afectará la red de protección social del país.
Es difícil creerle a ambos. Yo creo más bien que un eventual gobierno de Marina Silva sería la plataforma por la cual los partidos de la derecha brasileña recobrarían la influencia a nivel federal que han perdido durante las administraciones de Lula y Dilma. Por varios motivos.
Marina Silva carece de un partido bien establecido, no digamos una coalición. Se ha subido en la ola del descontento popular con el sistema político. Pero esa ola no se puede montar por mucho tiempo. De llegar al Palacio do Planalto, ella estará en el centro mismo de ese sistema. El pequeño PSB que la impulsa resultará incapaz de ofrecerle un respaldo parlamentario adecuado y el PT tendrá todos los incentivos para ofrecerle oposición. Su mejor opción para la gobernabilidad será entonces pactar con los partidos de la derecha, pero éstos naturalmente demandarán concesiones. El panorama de las reformas de amplio alcance cuya no aprobación le ha reprochado a Dilma es irónicamente más sombrío sin Dilma en la presidencia.
La candidatura de Marina Silva se presenta frecuentemente como “más allá” de la polarización política. Pero no es por casualidad que –a pesar de lo impopular que puede llegar a ser- la formación de coaliciones en torno a izquierdas y derechas sigue representando quizá la forma más efectiva de hacer gobierno. A nivel global, son pocos los ejemplos de gobiernos estables y exitosos cuya base trasciende esta dicotomía –el mejor ejemplo que se me viene a la mente es el PRI en México. Contrario a lo que plantea el teorema del votante en la mediana, son muchas veces los grupos en los extremos de las preguntas políticas los que tienen el incentivo para organizarse e incidir en las decisiones y acaban por ello teniendo mayor influencia. De ahí que muchos intentos por romper con la polarización y fundar gobiernos con otro tipo de base acaben fracasando y viéndose subordinados a una de ambas tendencias, como sucedió recientemente a los Liberales Demócratas en el Reino Unido. ¿Y no es acaso tan similar el ascenso de Marina Silva a la Cleggmania británica del 2010?
Luego está la economía. Innegablemente, el gobierno de Dilma Rousseff ha quedado a deber en cuanto a crecimiento económico pero, por otro lado, ha tenido grandes éxitos protegiendo a la población más vulnerable de Brasil: nada que se aleje de las prioridades que debe tener un gobierno socialdemócrata ante una desaceleración. En Brasil, por ejemplo, la recesión no se ha traducido en desempleo. El crecimiento económico, sin embargo, debe regresar y está en la agenda de todos los partidos. Hay consenso en torno a la desburocratización y la inversión en infraestructura y educación. La pregunta que me hago, entonces, es ¿qué diferencia puede hacer la oposición brasileña en esta materia si no estamos ante una pregunta absoluta sino de grado? Aquí no espere oír de las candidatas respuestas muy sinceras: etéreos como el combate a la corrupción siempre han servido para hacer parecer gratis lo que en realidad no lo es. La pregunta que deben hacerse los brasileños es, al margen del consenso, ¿qué sectores estará cada candidato dispuesto a sacrificar para conseguir sus objetivos?
Y si la piensa bien, la respuesta a esa pregunta será lo más cerca que llegue al verdadero plan de gobierno de cada quién. Para el caso de Marina Silva llego una y otra vez a la conclusión que la posición en que ella gobernaría la obligaría a sacrificar –al margen del consenso– a los trabajadores, los desempleados y a la posición anti hegemónica de su país en el tablero mundial.
Marina Silva es y seguirá siendo una mujer valiente que ha hecho un gran aporte a la justicia social de su país y a la protección de los recursos naturales del planeta. Pero este artículo no se trata de ella sino de su candidatura a la presidencia de Brasil en 2014. Y ésta, a diferencia de su activismo de años anteriores, me parece una influencia despolitizadora, un boomerang conceptual destinado a confundir lo popular con lo impopular.
Desde Guatemala, no podemos hacer otra cosa que estar atentos al resultado y ver a lo lejos las piedras que también nos tocará sortear algún día en el camino de la transformación social del país.
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