Como yo no confiaba en esas gentes y su desfachatez no me sorprende, no me quedó clara la autoría de mi corazón roto. Me lo guardé y lo llevo conmigo. Nos están dando tan duro que no saldremos ilesos de esto, no volveremos a ser los mismos, no habrá manera de recuperarnos. Dicen que ya nos salió callo, que perdimos la capacidad de asombro. No es cierto, porque aunque el amplio espectro de cosas que podría sentir está bastante perturbado, distingo claramente indignación, asco, hartazgo, vergüenza, impotencia. Y me está enfermando, a mí y a muchos. Caemos vertiginosamente en esta espiral sin señales de que vaya a detenerse, pero sabemos bien a donde nos lleva.
¿Cuántas veces se deja uno romper el corazón? Hagamos cuentas:
- el circo de Baldetti y Sinibaldi el domingo –¿con el dinero de quién?–, en franco incumplimiento de la ley y nosotros esperando que el TSE haga algo –aunque no es difícil inferir lo que pasará luego de que los vimos levantar la sanción impuesta por campaña anticipada;
- oler a kilómetros el fraude electoral junto a la promesa por parte de los partidos políticos, comenzando por el oficial, de incurrir impunemente en cuanta ilegalidad se pueda para jugarse su tajada en el 2015;
- Byron Lima exigiendo la salida de la CICIG con chantajes, cuando lo mejor sería que se trajera a todos del cogote –¿desde cuándo un reo va a “hacernos recomendaciones”? Pues las hace, y puede que se le obedezca;
- la famosa “conflictividad social” –ese concepto lo suficientemente ambiguo para meter lo que convenga en ese costal, y lo suficientemente concreto para repartir culpas, sabiendo que el que pega primero pega dos veces– sembrando muertos por todas partes y llenando los espacios de uniformados, sin que el Estado –que es quien debería mediar para garantizar que no se violenten los derechos de ninguno de los involucrados y procurar soluciones que representen el mayor beneficio para el país– se digne aparecer o pronunciarse;
- la turbiedad que rodea el proceso de selección de las comisiones de postulación y las consecuencias que vendrán cuando no quede institución alguna que no esté cooptada para favorecer a un puñado de criminales;
- el mal chiste de los recientes nombramientos de ministros;
- la arremetida frontal contra la libre emisión del pensamiento traducida en ataques contra la integridad física de periodistas, arrestos injustificados, amenazas, acoso y hasta posible espionaje;
- y todo lo que olvidé porque ya perdí la cuenta.
Hace un año, cuando llevaba unas cuantas columnas publicadas, un buen amigo cuya relación con el gobierno de turno nunca entendí, me dijo: “No se politice, Beatriz, no es su tema, si habla mal de unos pierde credibilidad. Además, ellos saben, hay que tener cuidado con lo que se dice”. Yo me reí: “¿acaso van a leerme? Yo hablo de ciencia aunque a veces los mencione. Todo el mundo habla mal del gobierno”. Él insistió con que nos leen a todos. Un par de días más tarde quise reírme del asunto con mi madre –tonta fui–, a ella no le hizo gracia. No olvidaré el temor en los ojos de ella, ése que hace décadas sembraron en tantos a punta de amigos, hermanos, padres, familiares y desconocidos muertos, desaparecidos, traumatizados. Porque los que se mancharon las manos entonces, son los que nos gobiernan hoy –desde la guayaba y desde la cárcel…– con la insolencia del que se sabe intocable, como lo fueron una vez. Y nadie les demuestra lo contrario.
Yo no soy una amenaza, no corro el riesgo de los periodistas que denuncian desde diversos medios lo que está ocurriendo en el país. ¿Cómo me afecta, como ciudadana común y corriente, lo que le pasa a un gremio que me es ajeno? Es como pensar en qué le importa a un pie lo que le pase al páncreas. Simple: si le da diabetes y no se cuida, el primer amputado podría ser el pie. La enfermedad que nos carcome va a afectarlo todo, no se limitará a ciertos espacios. Los atentados a la libre expresión me importan porque hay ocasiones en que el argumento para denunciar contendrá ciencia y en ese instante me afectará personalmente. Debe importar porque necesitamos todas las versiones posibles para formarnos una opinión sobre cualquier cosa y en el momento que limitan la libertad de acceder tal información, nos hacen susceptibles al engaño del que se adueñe de los medios. Entonces perderemos el derecho a la indignación, al asco, al hartazgo, a la vergüenza. Prevalecerá la impotencia.
Y es la impotencia la que me rompe el corazón, la mía y la de todos. Me rehúso a pensar que estamos atados de manos ante una democracia que apenas respira. La denuncia no cederá ante el miedo. Pero más allá de eso, como nos interpela Félix Alvarado, debe haber algo que podamos hacer. Algo que gane terreno, que nos compre tiempo. Una salida. No tengo la respuesta, pero ya tenemos la pregunta y de la ciencia aprendí que ahí es donde se comienza. Aparte de hablarle al aire en las redes sociales, hablémonos, hasta que surja algo que pese y podamos demostrarles que no son intocables.
* How can you mend a broken heart, canción de la banda Bee Gees, del álbum Trafalgar (1971)
Más de este autor