En nuestro caso, sin embargo, hay tres consideraciones que nos otorgan cierta particularidad. Primero, los niveles de agotamiento, degradación y contaminación, derivados de las industrias extractivas, no solo son de los más altos y dramáticos de la región latinoamericana, sino que se mantienen, sin esperanzas de ser revertidos. Segundo, la tradición extractivista, sustentada en arreglos político-económicos que le dan viabilidad, no es distributiva, lo cual ha excluido a una alta proporción de la población guatemalteca, hecho que explica los altos niveles de pobreza, hambre y desnutrición crónica y aguda que padecemos. Tercero, porque muchas décadas de tradición extractivista no han generado bienes públicos que favorezcan a la colectividad social.
Estas tres consideraciones, podríamos decir, son de suficiente peso como para concluir que nuestras prácticas extractivas son irracionales. Privatizan las ganancias y socializan los perjuicios. Curiosamente, la opinión pública, en su mayoría, apela a la profundización del extractivismo para “resolver las dolencias económicas de la población empobrecida”, tentativa que muy rápidamente encuentra eco en los círculos político-económicos que detentan el poder real de nuestras débiles instituciones.
Conforme los planteamientos del Observatorio Ambiental de Guatemala (OAG), en un contexto como el esbozado, la pretensión de explotar minerales, especialmente hierro, en las playas de origen volcánico del Litoral Pacífico guatemalteco tiene tres agravantes.
El primero, porque los riesgos ambientales derivados de estas operaciones tienen un efecto aditivo al riesgo nacional generado por los generalizados problemas de agotamiento, degradación y contaminación ambiental ya existentes. El segundo, porque dentro de nuestro mosaico de paisajes naturales, las zonas marino-costeras son de singular significancia natural y poseen un capacidad de carga limitada que obliga, en un esquema de intervención racional, a priorizar actividades económico-sociales de bajo impacto, tales como el turismo natural y la investigación científica, sobretodo, cuando la lista de bondades que se le atribuyen para mitigar las amenazas inducidas por el cambio climático, es larga y real. Las actividades mineras son totalmente incompatibles, tanto con los atributos naturales de las zonas marino-costeras, como con los esquemas de gestión recomendados para estos territorios. El tercero, porque la minería en zonas marino-costeras implica un tipo de impacto exclusivo, derivado de las particularidades de este complejo de suelo-agua-vegetación. El alcance de éstos, en algunos componentes ambientales, es totalmente impredecible, lo cual nos pone frente a un típico caso donde el “criterio precautorio” es fundamental.
Como si estos agravantes no fueran suficientes, considérese además que nuestras instituciones públicas, encargadas de velar, en general, por el “bien común” en estos territorios y en particular, por el control de los impactos ambientales de las actividades generadoras de presiones a los ecosistemas, no tienen las capacidades humanas, físicas y financieras requeridas para propósitos de tal envergadura. Sustentan estos planteamientos, no solo la imposibilidad de regular actividades de menos complejidad, tales como la tala de manglares o la colecta ilegal de huevos de tortuga en esta misma zona, sino también la imposibilidad de regular las actividades mineras en la zona de San Marcos, donde estas se han constituido en verdaderos motores de conflictos sociales e ingobernabilidad local.
En este contexto, las autoridades nacionales deben abstenerse de continuar estimulando nuevos focos de degradación ambiental y de conflictos sociales. Más bien, deben, sin más pretextos, conceptualizar, diseñar y poner en marcha un plan nacional de ordenamiento territorial que identifique claramente, para cada territorio, las mejores opciones desde el punto de vista social, ambiental y económico. Deben, por supuesto, considerar los intereses de las comunidades asentadas en cada unidad territorial y garantizar la dotación de las capacidades institucionales necesarias para regular las dinámicas particulares de cada territorio, garantizando el bien común, mandato supremo de nuestra constitución política. En caso contrario, seguiremos dando tumbos, conforme las ocurrencias e interés particulares de cada gobernante de turno, hecho que unido a las consecuentes protestas sociales, solo nos introduce en círculos viciosos que postergan el inicio de nuevas formas de convivir en este hermoso, pero mal administrado país.
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