En aquel entonces no sabía mayor cosa al respecto. Con la información a mi alcance decidí que quería ser química o bióloga y fantaseaba. Jugaba con mi hermana a mezclar cosas tratando de reproducir los experimentos descritos en un libro viejo, cuyos materiales no tenía, pero que para fines del juego podían ser sustituidos por cualquier cosa que encontrara en casa. Mi madre nunca reprimió estas inclinaciones, ni siquiera cuando sus perfumes, cremas y cosméticos sirvieron para inventar la supuesta cura para una planta enferma que estaba en el jardín. Por supuesto, mi hermana y yo estábamos seguras de que la cura funcionaba, pero, como no anotamos las proporciones de los ingredientes de nuestra poción secreta —cosa muy anticientífica de nuestra parte—, no pudimos reproducirla para nuestra decepción. Entre experimentos fallidos y otras cosas se nos acabó la infancia, de tal suerte que mi hermana se convirtió en médica y yo pasé de cavar agujeros para saber cómo era el interior de la Tierra —pobre ilusa—, mezclar sustancias y leer libros caducos de biología a estudiar física luego de descubrirla como la ciencia que escudriña las entrañas de todo lo que existe.
Tal elección era poco probable. Los libros de divulgación científica y de ciencia ficción que enamoran a las personas que terminan en física no cayeron en mis manos sino hasta que ya estaba allí. Mi profesor de Física Fundamental, cuando todavía aquella cosa existía en tercero básico, tuvo que enseñarnos en condiciones tan limitadas que mucho logró con no matarme el gusto. Pero ocurrió que, en mi largo proceso de leer los pénsums de muchas carreras, encontré uno lleno de nombres misteriosos y fascinantes: Mecánica Clásica, Mecánica Cuántica, Física Experimental, Física Nuclear, Radiaciones Ionizantes, Relatividad Especial, Mecánica Estadística, Calor y Termodinámica, Astronomía y Tópicos Selectos de Física 1, 2 y 3 —fuera lo que fuera que eso significara—. Algo así iba la cosa. Ese parecía ser mi lugar. Sonaba tan bien que la curiosidad decidió mi profesión. No me embarqué en el mundo de la palabra, pero fueron las palabras las que me atraparon para estudiar física. No me arrepentí, no me equivoqué.
Tengo una carta que mi madre me escribió en aquel tiempo de indecisión. Entre otras cosas decía que a ella no le importaba si yo estudiaba literatura, filosofía o cualquier cosa que se me ocurriera —todo apuntaba a eso—; que eligiera lo que yo quisiera y ella me apoyaría. Puede parecer trivial, pero esa carta fue muy importante. Una declaración de amor y respaldo como esa es un tesoro cuando uno toma esas decisiones descabelladas como estudiar ciencias —u otros equivalentes como estudiar letras o dedicarse a la música o las artes como profesión—, sobre todo cuando todos los días, durante muchos años, uno escuchará a aquellos que sabiamente eligieron profesiones rentables decir que uno morirá de hambre, que la carrera no tiene futuro, que es un desperdicio de inteligencia y de tiempo. Así comenzó mi ruta, mi caminito hacia el cosmos. Así me encontré con otros varios que hicieron otros recorridos hacia el mismo sitio. Unos llegaron embarcados en libros de ciencia ficción y de divulgación, otros queriendo cuantificar el cielo, otros hipnotizados por el desencuentro entre lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, atraídos por la búsqueda de esa convergencia que hoy permanece oculta, pero todos, absolutamente todos, extasiados en la contemplación de la belleza y magnificencia de un universo que se deja explorar y explicar.
*Nombre de una canción de Fobia incluida en el disco Mundo feliz (1991).
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