La sociedad guatemalteca ha preferido conversar con los convencidos de su visión antes que someterla a un juicio crítico o ante las evidencias. Incluso se considera de buenos modales evitar la discusión sobre política, la actual o la pasada. La historia, naturalmente, constituye uno de los territorios políticos en disputa por antonomasia. Y es saludable que así sea cuando busca acercarse más a la verdad, al menos a una verdad comprobable.
En medio de las valiosas conversaciones para poner un fin político al enfrentamiento armado interno, el Estado de Guatemala, las guerrillas y la sociedad le pidieron en 1993 a la Organización de las Naciones Unidas (ONU) una investigación exhaustiva sobre el conflicto armado interno, una comisión que esclareciera la historia y, entre otras cosas, determinara a las instituciones u organizaciones responsables de las violaciones a los derechos humanos.
En la revisión historiográfica, la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH) se enfrentó a la reticencia del ejército y de los simpatizantes de la contrainsurgencia a contar su versión y evidencias. Es lamentable que haya ocurrido así, pues pudo haberle dado más profundidad, aunque no quitó validez a esta investigación científica. La resistencia de los agentes estatales para abrir sus archivos y transparentar su accionar durante esos años, hasta el día de hoy, ha impedido profundizar un debate basado en evidencias, que no deje ningún recoveco por cubrir, y en el que los prejuicios tengan que ceder espacios a los hechos.
A pesar de estas dificultades, seis años después fue publicado el trabajo laborioso de la CEH y nos mostró la barbarie que realizó el Estado contra la ciudadanía durante la guerra. Esto abrió un paréntesis para conversar sobre la historia y fue acompañado por esfuerzos para redefinir la nación y pasar de una “no-indígena” a una multicultural y multiétnica. La minoría de ciudadanos que votó en ese referendum de hace quince años, en su mayoría urbanos “no-indígenas”, dijeron que no querían redefinir oficialmente a esa nación, por más evidencia de su diversidad étnica, lingüística y cultural. Ambos esfuerzos recibieron un portazo: se cerró del debate sobre la nación y se cerró el debate en los tribunales sobre la historia.
Pero la historia muestra que las sociedades consiguen que los Estados avancen a los ritmos que marcan los tiempos y a favor de la justicia. La sociedad civil y familiares de las víctimas –como Rosalina Tuyuc, Rigoberta Menchú y tantas otras voces valientes– no se rindieron ante estos portazos en su lucha porque los tribunales juzgaran lo que había sucedido en Guatemala.
Como en otros países latinoamericanos, la Corte de Constitucionalidad rechazó que España pudiera juzgar estos crímenes bajo el principio de justicia universal. Pero como sucede en otros países latinoamericanos también, desde hace tres años, el Ministerio Público –bajo el mando de Amílcar Velásquez primero y Claudia Paz después– decidió llevar a los tribunales los crímenes ocurridos en los setentas y los ochentas, en un intento porque se sepa la verdad con evidencias y se haga justicia.
Y este juicio está permitiendo que la sociedad vuelva a debatir –ya con otras generaciones participando y exigiendo una rendición de cuentas a las generaciones anteriores– sobre lo que ocurrió en nuestra historia y por qué no hemos podido construir una nación en la que quepamos todos.
Muchas voces en Guatemala piden que se deje de hablar sobre el pasado, y menos en tribunales. Muchos otros reconocen que hubo abusos, delitos de lesa humanidad, pero que no hubo genocidio. Quizás porque eso implicaría que el Estado reconozca que su papel no sólo fue reactivo, sino nocivo, que tuvo un mal fondo. Que su respuesta contrainsurgente fue más allá de la moral –moral que es independiente de la guerra o de la paz– e intentó acabar con un grupo étnico de su propia ciudadanía. Y esta respuesta estatal durante la guerra fue avalada y respaldada por una gran parte de la sociedad.
Demostrar con evidencias frente a un tribunal y fuera de él si esto fue así es un debate al que esta sociedad no puede escapar. Y debatir entre posiciones encontradas, aunque sea forzados por un juicio, en el mediano plazo, nos hace bien como sociedad y como nación. La historia está para ser revisada y comprobada con evidencias.
Si el Estado y la sociedad de Guatemala cometieron y avalaron un genocidio en contra de pueblos mayas –como las evidencias testimoniales y factuales nos muestran–, no podemos pretender borrarlo de nuestra historia o esconderlo bajo la alfombra cuando vengan invitados de países amigos o cuando vengan nuevas generaciones. Tenemos que vernos en el espejo, por más duro que sea. Y crecer de reconocer lo mal que reaccionamos como sociedad y Estado, para no repetirlo nunca y que esto sirva de acicate para cohesionarnos mejor y que a diferencia de nuestro pasado, en el presente y el futuro esta sea una tierra y una sociedad en las que se respete la dignidad de las personas y el valor de la vida.
A ninguno le cabe duda que Alemania no hubiera podido renacer de las cenizas si no hubiera juzgado y reconocido que su Estado y su sociedad, cegados por el racismo, intentaron "vengarse" de un grupo de sus ciudadanos, los judíos, y acabar con ellos. Y ese reconocimiento no sólo ha impedido la más mínima posibilidad de que vuelva a ocurrir, sino que pone a esa sociedad un paso adelante de otras que cometieron barbaries y se niegan a reconocerlo.
Así las cosas, nos apropiamos del texto de Álvaro Castellanos, columnista de Plaza Pública y ex decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Rafael Landívar, quien dice que “todo estriba en lo esencial: que haya juicio justo, en el cual se pueda, en su caso, comprobar, rigurosamente, la veracidad de las acusaciones. Al fin y al cabo, la verdadera razón de la justicia es permitirnos conocer la verdad material. La presunción de inocencia existe. Los acusadores tienen toda la carga de la prueba; y la defensa, tiene toda la obligación de no entorpecer el proceso. ¿Quiere usted saber la verdad?”