Una generación brillante y una sucesión cargada de responsabilidad
Una generación brillante y una sucesión cargada de responsabilidad
Rodolfo Ignacio de Jesús Quezada Toruño, guatemalteco de 80 años recién cumplidos el 8 de marzo de este año, arzobispo emérito de Guatemala y Cardenal de la Iglesia Católica, falleció el 4 de junio en el Hospital Hermano Pedro de una obstrucción intestinal consecuencia de un cáncer.
Con él empieza a terminar de pasar una generación brillante de obispos guatemaltecos. Y cuánto desearíamos que la generación sucesora se mantenga a la altura de la que está pasando hoy. Por supuesto, con su propia creatividad en estos tiempos distintos, de la primera y muy aguda crisis de la globalización
Una brillante generación de obispos guatemaltecos
En aquella brillante generación destacan nombres como los del jesuita Luis Manresa (1915-2010), presente en M...
Con él empieza a terminar de pasar una generación brillante de obispos guatemaltecos. Y cuánto desearíamos que la generación sucesora se mantenga a la altura de la que está pasando hoy. Por supuesto, con su propia creatividad en estos tiempos distintos, de la primera y muy aguda crisis de la globalización
Una brillante generación de obispos guatemaltecos
En aquella brillante generación destacan nombres como los del jesuita Luis Manresa (1915-2010), presente en Medellín y en Puebla. El franciscano Constantino Luna Pianegonda (1910-1997), antiguo obispo de Zacapa. Los diocesanos Próspero Penados del Barrio (1925-2005), primero obispo de San Marcos y luego predecesor de Quezada Toruño como Arzobispo de Guatemala, fundador de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado (ODHAG), encomendada al obispo auxiliar Juan Gerardi. El mismo Juan Gerardi (1922-1998), primero obispo de La Verapaz y luego de El Quiché, diócesis de la que decidió salir con casi todos sus sacerdotes después del asesinato de tres de ellos. Fue asesinado el 26 de abril de 1998 dos días después de haber presentado el famoso y arriesgado estudio “Guatemala, Nunca Más” sobre las víctimas de la guerra.
También Gerardo Flores Reyes, obispo emérito de La Verapaz, nacido en 1925 y aún vivo. Jorge Mario Avila del Aguila (1924-2008), primero obispo en el Petén y luego en Jalapa. Y Víctor Hugo Martínez Contreras, antiguo obispo de Huehuetenango y arzobispo emérito de Los Altos, nacido en 1930 y vivo aún. De aquella generación –no exactamente en términos temporales sino como grupo episcopal de corazón y pensamiento convergente- quedan aún como obispos residenciales los sacerdotes diocesanos Julio Cabrera Ovalle, nacido en 1939, antiguo obispo de El Quiché (1986-2001) y hoy Obispo de Jalapa (2001…), y Alvaro Ramazzini Imeri, nacido en 1947, antiguo Obispo de San Marcos (1988-2012) y hoy de Huehuetenango (2012…).
Maduraron con el terremoto del 76
Esta generación de obispos llegó a su madurez con ocasión del terremoto de 1976. Aquel desastre de enorme magnitud, puesto que cobró entre 22 mil y 25 mil muertes, cerca de 80 mil heridos, más de un millón de personas sin techo, y arrasó literalmente más de 15 municipios de mayoría indígena del altiplano, además de golpear duramente el centro histórico de la Capital, conmovió las entrañas de ese grupo de obispos. Aún recuerdo con toda nitidez el día en que uno de ellos se acercó a la oficina que entonces teníamos en la Zona 5 de la Capital una comunidad de jesuitas dedicados al apostolado social. Estábamos descargando un camión repleto de costales de maíz, frijoles, harina, cemento, arena, cal y otros alimentos y materiales de construcción. Recibimos al obispo blancos de harina y cal y goteando sudor. Nos pidió a César Jerez, más tarde provincial de los jesuitas en Centroamérica y Panamá, ya fallecido, y a mí que le ayudáramos con un esbozo de Carta Pastoral para consolar al pueblo y para denunciar las contradicciones de la realidad guatemalteca, raíz de desastres permanentes mayores.
Le agradecimos y nos pusimos manos a la obra. No teníamos idea de cómo se redacta un documento episcopal. En el borrador vertimos simple y honradamente lo que habíamos visto, lo que habíamos escuchado, lo que habíamos tocado con nuestras manos: aquel cementerio de Comalapa, convertido en un macabro baile inolvidable de tumbas; aquel pueblo de San Martín Jilotepeque, pueblo natal de César Jerez, del que no había quedado en pie más que una casa de concreto en una esquina del parque central y la fuente del centro hecha de piedra; aquel pueblo de Tecpán descuartizado por el sismo como una res para la venta. Aquella gente pobre ya antes del cataclismo y ahora enfrentada con la miseria. Y lo de siempre: el trabajo del Comité estatal de Emergencia y luego de Reconstrucción, eficaz con los que doblaban la cerviz y se sometían a las exigencias del gobierno de un presidente militar brotado de un fraude electoral. Como a nosotros, este u otros obispos consultaron a muchos sacerdotes, religiosos, y laicos antes de escribir su Carta Pastoral.
Unidos en la Esperanza
Tres o cuatro meses más tarde nos sorprendió el documento episcopal Unidos en la Esperanza, fechado el 25 de julio de 1976. Los obispos no se habían precipitado. El 19 de febrero habían escrito un breve “mensaje ante la catástrofe nacional”. El Cardenal arzobispo de Guatemala, Mario Casariego (1909-1983), que no hablaba el mismo lenguaje de aquella generación, había dicho que el terremoto era un “castigo de Dios”. Para quien se había dado cuenta que la inmensa mayoría de las víctimas habían sido los pobres e incluso los más pobres de este país, los de las casas de adobe y los techos de teja, los de las covachas de los barrancos capitalinos, el “castigo de Dios” era castigo a los pobres. Terrible blasfemia de un prelado inconsciente. Los obispos en cambio afirmaban en su mensaje que los sufrimientos producto de fenómenos naturales no son “nunca venganza o castigo” de Dios, sino una invitación “a la reflexión y al esfuerzo que nos impulsa a ser más humanos y más cristianos.” Por eso escribieron que “el sismo que golpeó a Guatemala es como un símbolo de otros sismos silenciosos e invisibles, que desde tiempos inmemoriales han venido golpeando a nuestro pueblo y cuyos autores han sido y somos los hombres.”
Una mirada honrada con la realidad del país, según el paradigma de Medellín
Entonces, después de un largo periodo de consulta y reflexión, Unidos en la esperanza entregaba el fruto de esa seria mirada honrada con la realidad del país. Asombrosamente, la carta la firmaban todos los obispos menos el Cardenal Mario Casariego. Conociendo los compromisos de Casariego con el Ejército y la oligarquía, los obispos habían escogido un tiempo de ausencia en Roma del Cardenal Arzobispo para firmar y publicar la carta que temían se habría negado a firmar tal como se había redactado. Hay veces que se sonríe uno cuando ve a los obispos haciendo sus trampas favorables a la causa de Dios y del pueblo.
Unidos en la Esperanza era una carta pastoral construida según el paradigma de los documentos de Medellín: ver la realidad analizándola con profundidad, establecer los valores desde los cuales juzgar esa realidad, y programar una acción pastoral comprometida, en este caso con la reconstrucción del país. No deja de ser importante recordar aquí el esquema de aquella carta pastoral que levantó ampollas en el país y consagró a aquella generación de obispos, impulsada por una parte relevante del pueblo de Dios en Guatemala.
La mirada analítica sobre la realidad
La mirada analítica sobre la realidad guatemalteca constataba la “constante explotación” y la “vida injusta e inhumana” del pueblo de Guatemala. Denunciaba en las “clases altas” un “avance de la inmoralidad” en el “deseo inmoderado de lucro” y la “búsqueda insaciable del placer”. Y una “consecuencia lógica”: “gran endurecimiento de la conciencia” e “insensibilidad lamentable… frente a la miseria”. Denunciaba también la participación de las clases medias en esta misma inmoralidad, hablando además –ya hace casi 40 años- de su captura por “la sociedad de consumo”. La honradez con la realidad les llevaba también a reconocer que “la situación de miseria” de la “clase obrera y campesina” le impedía prepararse para sus oficios y rendir en el trabajo y les llevaba “a posiciones radicales” o “a evadir responsabilidades”. Con gran resonancia de Medellín, los obispos hablan de una “situación de pecado” en “el campo social, económico y político”, y de “violencia institucionalizada” y “represión”. También de la “injusta” repartición de “un bajo producto nacional bruto”. Y no se detuvieron frente al tema de la tenencia de la tierra, “donde con mayor claridad y dramatismo aparece la injusticia que vive nuestra Patria.” Constataban “la intangibilidad de la propiedad privada” y llamaban a la acumulación de “tierras en manos de unos pocos… un pecado de injusticia que clama al cielo.” Denunciaban “la impunidad”, “la existencia de grupos armados”, “la corrupción”, “las instituciones” de Justicia “instrumentalizadas”, y “el uso de la tortura”, como realidades que hacían a Guatemala vivir “desde hace largos años bajo el signo del temor y de la angustia”.
La mirada de los obispos se extendió a la realidad de la Iglesia, necesitada de “conversión constante”. Constataban que el desmoronamiento de la antigua unidad no ha dado paso a “vivir un legítimo y sano pluralismo”; reconocían que “es muy débil… el diálogo entre pastores, sacerdotes y fieles”; y señalaban una “desilusión apostólica” y una “falta de pastoral de conjunto.” Aunque confíaban en que “Cristo está con su Iglesia y el Espíritu Santo es capaz de vivificarnos.”
El juicio de la realidad según valores
A la hora de apuntar los valores desde donde juzgaban la realidad, hablaban del amor de Dios al mundo, y de que el Creador es Padre y todos somos hermanos. Mantenían que hay una oferta divina de salvación trascendente, pero que comienza aquí y llega a su plenitud escatológicamente. Destacaban la dignidad de la persona humana como imagen y semejanza de Dios. Confesaban que “el más humilde de los guatemaltecos, el más explotado y marginado, el más enfermo e ignorante vale más que todas las riquezas de la Patria y su vida es sagrada e intangible. Señalaban con firmeza que las autoridades “no están por encima de la ley”. Reconocían el derecho de propiedad privada pero sin absolutizarlo: “Es plenamente legítima… la expropiación de grandes extensiones de tierra mediocremente cultivadas o reservadas para especular”, porque “la tierra ha sido dada para todo el mundo y no sólo para los ricos.” Y defendían que no se puede coartar el derecho de asociación para formar organizaciones (sindicatos, cooperativas, ligas campesinas, partidos políticos) y que “ningún ciudadano puede ser molestado o marginado y mucho menos eliminado por su raza y su color o por sus ideas religiosas o políticas”.
El compromiso de acción en la reconstrucción
Pasando a la acción, afirmaban los obispos su compromiso con la reconstrucción nacional, material, cierto, pero también con la renovación del corazón humano. Es “importante y urgente la edificación de estructuras humanas, más justas, más respetuosas de los derechos de la persona, menos opresivas… pero… aún en las mejores estructuras, los sistemas… se convierten pronto en inhumanos… si no hay una conversión del corazón y de mente…”
Los obispos enfatizaban que la Iglesia quiere participar en la reconstrucción primero evangelizando, es decir dando buenas noticias; segundo “siendo efectivamente pobre y estando primordialmente al servicio de los pobres”. No se confundan –decían-: la pobreza que es carencia de los bienes necesarios para vivir dignamente es un mal que debe denunciarse porque es fruto de la injusticia y del pecado de los hombres. Otra cosa es vivir la pobreza espiritual y el compromiso de pobreza en solidaridad con los que la sufren. Además era necesario abrirse al diálogo y dar todo su papel al laicado. La Iglesia, rechazando el paternalismo y el asistencialismo en su contribución a la reconstrucción, ofrecía el trabajo de Cáritas y llamaba a los fieles a vivir unidos y compartir lo que tienen, como en la primera comunidad cristiana.
Los obispos terminaban como sus compañeros lo hicieron en 1968, 8 años antes, en Medellín: “No ha dejado de ser ésta la hora de la palabra, pero se ha tornado con dramática urgencia la hora de la acción.., de inventar con imaginación creadora la acción que corresponde realizar…” Y antes de firmar la carta confesaban su “fe en Dios, en los hombres, en los valores y en el futuro de nuestra Patria.”
Quezada Toruño, obispo en el Oriente masacrado del país
De los 15 obispos que firmaron la carta en 1976 solo 5 están vivos, todos ellos en edad y situación de retiro. Cuatro años antes del terremoto, en 1972, era elegido y consagrado obispo Rodolfo Quezada Toruño. Durante 29 años de los 40 que le quedaban por vivir el ministerio episcopal, lo ejerció sirviendo en Zacapa y Chiquimula, en el Oriente del país, de 1972 a 1975 como auxiliar del obispo Luna y luego de 1975 a 1980 como Coadjutor con derecho a sucesión. Entre 1966 y 1970 su diócesis había sido escenario de la primera ola guerrillera. El General Arana condujo la guerra contra ella y la acompañó de una brutal represión: lo conocieron como “el carnicero de Zacapa”. Después fue electo presidente de la República (1970-74). A Rodolfo Quezada le tocó recoger la herencia de sangre y fuego con que el Ejército fue arrinconando a la Guerrilla de la Sierra de las Minas hasta obligarla a abandonar el teatro de las armas y recorrer el camino hacia México y el exilio.
El comienzo de la persecución y el martirio: Hermógenes y Panzós
En 1978 se celebró en el seminario mayor de la Asunción una asamblea apostólica. Me pidieron acompañarla con una ponencia de análisis sobre la realidad del país. Cuando terminé el análisis, Rodolfo Quezada lo agradeció y añadió: “¿Para qué queremos buscar analistas fuera (de la comunidad eclesial, quería decir) si los tenemos tan buenos dentro?” Teniendo en cuenta mi pertenencia a la Comunidad de jesuitas de la Zona 5 con nuestra fama de “izquierdistas”, era más significativo el reconocimiento. El 30 de junio de 1978, día del Ejército, fue asesinado en una aldea de San José Pinula el párroco Hermógenes López Coarchita. Se había pronunciado públicamente contra la empresa que pretendía entubar el agua del municipio para venderla en la capital, contra la subida del precio de la leche que habían impuesto varios finqueros, y sobre todo contra las brutales redadas que se llevaban a campesinos jóvenes pobres a un servicio militar discriminatorio. El 29 de mayo había ejecutado el Ejército la masacre del parque de Panzós, donde disparó sobre una multitud de campesinos indígenas que reclamaban tierras, matando a 53 personas e hiriendo a otras 47, según la Comisión de Esclarecimiento Histórico.
Intramuros y extramuros en Puebla
En enero de 1979 se celebró en Puebla la III Conferencia General del Episcopado Católico de A.L. Estuve presente, invitado como asesor tanto por Monseñor Arturo Rivera y Damas, obispo de Santiago de María en El Salvador, como por Monseñor Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador. El Cardenal franciscano Aloysio Lohrscheider, arzobispo de Fortaleza en Brasil, era el presidente del CELAM y de la Conferencia de Puebla. El obispo de Quetzaltenango, el jesuita Luis Manresa, era el primer Vicepresidente. La Conferencia había sido precedida por un incidente revelador: un periodista había publicado el texto de una carta (o borrador) del Secretario del CELAM, Alfonso López Trujillo, arzobispo de Medellín, al segundo vicepresidente. En ese texto López Trujillo se refería al nombramiento papal del entonces General de la Compañía de Jesús, Pedro Arrupe, para asistir a Puebla.
Y hablaba, en términos de pelea de box, como de haber perdido un round. Por otro lado los teólogos de la liberación, expulsados por el arzobispo de Puebla de su hospedaje en una casa de retiros regentada por unas religiosas, tuvimos que reunirnos extramuros del Seminario Palafoxiano donde se celebraba la Conferencia. La gran incógnita de Puebla era el discurso del Papa Juan Pablo II, recién electo 3 meses antes. Habló en su discurso de la verdad sobre Jesucristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre. Con ello marcó un punto de inflexión: el giro desde el estilo pastoral del Vaticano II y de su traducción en Medellín hacia una nueva preocupación eclesiástica centrada en la verdad dogmática y en sus desviaciones presuntamente heréticas o casi heréticas. Lo que en realidad estaba en juego era el carácter cristiano de la teología de la liberación y el valor pastoral de sus opciones por los pobres, por la justicia y por el cambio de estructuras.
Dialogando en Puebla con los obispos
Entre los delegados de la Conferencia Episcopal de Guatemala estaba el obispo Rodolfo Quezada. Con él estuve hablando en una tarde de receso de los trabajos. Nuestro diálogo fue sobre el peligro de que la corriente liderada por López Trujillo tratara de plantear textos que vincularan inextricablemente a la teología de la liberación con el marxismo. Tres años más tarde, en un prólogo al Documento de Puebla publicado por la BAC, el mismo López Trujillo lo habría de decir inequívocamente: “El debate sobre la liberación en los últimos años no consiste en el amor o no a los pobres, en la apertura o cerrazón frente a las exigencias de justicia, en la encarnación o lejanía de la historia… El problema fundamentalmente radica… en última instancia, si su inspiración es o no de moldes marxistas. Más concretamente, el eje del debate está en si se acepta o no el análisis marxista. Si la liberación que la Iglesia promete está permeada o no de esta ideología.”
Con Rodolfo Quezada la conversación giró alrededor de ese eje, y de cómo había que preservar a la teología de la liberación de una condena por su presunta y equívoca dependencia del marxismo. A mí me dio la impresión de que él veía claro en este asunto y sabía que había que mantenerse lejos del fanatismo. Evidentemente veía que no era lo mismo decidir sobre “si se acepta o no el análisis marxista” y decidir sobre si la teología de la liberación dependía de él o no. Pero Rodolfo sabía bien que no podía decirme nada más claro, incluso en privado. Con su humor de siempre rebajó toda ansiedad excesiva. En aquella conversación estaban también con nosotros el obispo Gerardo Flores Reyes y el entonces sacerdote Julio Cabrera Ovalle, que como representante del clero diocesano de Guatemala estaba presente en la Conferencia de Puebla.
Enfrentando la violencia
El 15 de mayo de 1980, año y medio más tarde, la Conferencia Episcopal de Guatemala publicó un comunicado con ocasión de la beatificación en el Vaticano del Hermano Pedro de San José Betancur, el famoso laico mendicante de La Antigua. Sin embargo, la parte principal del texto estaba dedicada al análisis de la violencia, puesto que en Guatemala “pocas veces… se han vivido días tan amargos…: secuestros, torturas, asesinatos, Bandas de asesinos a sueldo se mueven y actúan por toda la República.” Los obispos afirmaban también que “la Iglesia Católica… ha venido sufriendo con el pueblo esta ya larga y dolorosa pasión.” Y hablan de “numerosos catequistas y Delegados de la Palabra… asesinados”, y de otros que han tenido que huir para evitar igual suerte. Recordaban que pronto se celebraría el segundo aniversario “de la inmolación… del P. Hermógenes López”. Y denunciaban el asesinato en el centro de la ciudad de Santa Lucía Cotzumalguapa del P. Walter Voordeckers, religioso belga misionero, y el secuestro y desaparición de otro sacerdote misionero de la misma congregación, el filipino Conrado de la Cruz. Por cierto que hace algunas semanas fue robada de la esquina del palacio arzobispal donde ocurrió su secuestro la placa que lo conmemoraba. Ante la impunidad total, los obispos clamaban: “La voz de Dios resuena en nuestra Patria y grita: ‘Caín, qué hiciste con tu hermano Abel?’”
De hecho los obispos se hacen presentes ese año de 1980 una y otra vez con su voz valiente: el 15 de febrero, el 25 de marzo, el 7 de mayo, el 15 de mayo, el 13 de junio y el 24 de julio. Entre el 13 de enero y el 14 de noviembre de 1981 los obispos se pronunciaron 9 veces. Entre el 30 de enero y el 22 de diciembre de 1982, 6 veces. Y entre el 22 de febrero de 1983 y el 3 de septiembre de 1984 se pronunciaron 12 veces. Se trata de los cinco años más duros del conflicto armado interno y de los más brutales por las masacres, la política de tierra arrasada y los continuos asesinatos, desapariciones forzadas y torturas. Los obispos guatemaltecos quisieron así estar cerca del dolor, de la indignación, de la rebeldía y, en una palabra, de la pasión que el pueblo vivió con gran dignidad y que ellos procuraron desenterrar del silencio, rompiendo la censura y protestando con firmeza.
Los primeros en llamar mártires a los asesinados: crisis profunda de humanismo
El 13 de junio de 1980 publican un documento que titulan “Crisis profunda de humanismo”. Los obispos de Guatemala fueron en este documento los primeros que en América Latina se refieren colectivamente a los sacerdotes asesinados como “mártires de Cristo…por la predicación del Evangelio.” Lamentablemente no lo hicieron los obispos de El Salvador cuando el 24 de marzo de ese mismo año fue asesinado el arzobispo Oscar Romero. Y en ese mismo documento los obispos de Guatemala defendieron a los sacerdotes asesinados de las “insidiosas calumnias, con las que se pretende opacar su claro testimonio cristiano.” Calumnias que tenían que ver por supuesto con la acusación “de ser vehículos del comunismo ateo”. Continuaban con el tema el 8 de julio de 1981 cuando denunciaban el asesinato de otros tres sacerdotes, Juan Alonso, Carlos Gálvez y el franciscano Tulio Maruzzo, “que vienen a agregarse al asesinato de otros seis sacerdotes y numerosos catequistas en los últimos años.” Creían que “inducen a pensar en la existencia de un plan detenidamente estudiado para amedrentar a la Iglesia y silenciar su voz profética.”
Los obispos de esta generación no fueron nunca ingenuos y en este documento afirmaban que “no pocos cristianos en Guatemala comienzan a acostumbrarse a presenciar estos hechos con indiferencia y se dejan engañar cuando se pretende empañar el carácter martirial de estas muertes.” Que además son muertes de personas que dedicaron “su vida a trabajar en los lugares más pobres y abandonados del interior del País en condiciones verdaderamente precarias.” Con lucidez afirman que la persecución es el sello del seguimiento de Cristo quien también fue perseguido. Y recuerdan que “algunos piensan que la Iglesia en Guatemala es la más martirizada de América Latina en toda su historia.”
La marcha hacia la restauración de la democracia constitucional
A medida que en Guatemala la guerra empieza a prolongarse a pesar de la derrota militar de la segunda guerrilla, la URNG, que sin embargo conduce a su arrinconamiento, pero no a su aniquilación ni a la pérdida de su influjo político, empieza a delinearse el camino hacia la vuelta de la democracia, hacia el segundo intento después de aquel primero que fueron los diez años del 1944 a 1954. En 1984 el presidente de facto, General Oscar Humberto Mejía Víctores, convoca a la elección de la Asamblea Constituyente, que en ese mismo año redacta y vota la Constitución aún vigente.
A fines del 85 se tienen las elecciones generales que dan paso al primer gobierno de un Presidente civil después de 20 años. Con el único intento de interrupción de los procesos constitucionales en 1993, intento que le costó al Presidente Serrano y al Vicepresidente Espina su destitución, la liturgia electoral ha celebrado sus rituales ya durante 22 años. Y durante uno de esos gobiernos electos sin fraude se firmó la paz en diciembre de 1996 entre el Estado y la URNG.
En la pluma de los obispos los temas cruciales del país: “La verdad os hará libres”.
Mientras tanto esta generación de obispos afrontó uno tras otro los temas más importantes de la agenda nacional y no sólo los de la agenda exclusivamente eclesial. En 1985 escribieron los obispos el documento “La Verdad os hará libres”, para orientar frente a las elecciones. Con toda firmeza defendieron que la “apertura democrática…no es una dádiva, sino el reconocimiento por parte del gobierno de un derecho largamente negado al pueblo guatemalteco.”
“El clamor por la tierra”
En 1988 escribieron una larga carta pastoral que llevaba por título “El Clamor por la Tierra”. Hemos visto que habían ya tocado este punto en 1976 en Unidos en la esperanza. Ahora lo trabajaron durante un año entero y lo tocaron especialmente con los datos innegables del IIIer Censo Nacional Agropecuario: el 2.25% de la población guatemalteca controla el 64.49% de la tierra, mientras el 89.56% de la población debe conformarse con el 16.53% de la tierra. Especulación, acaparamiento, despojo e invasiones de tierra son realidades básicas del problema. Esta carta fue probablemente uno de los documentos de la CEG más comentados en los medios de comunicación. Fue adversada por quienes se sentían señalados, pero fue recibida con alegría por la gran mayoría de la población. Fue traducida a varias lenguas y se hicieron ediciones ilustradas: El rechazo y señalamiento contra la Iglesia de parte de sectores privilegiados abrió interesantes espacios de debate técnico y económico.
“500 años sembrando el Evangelio”, enfrentamiento del racismo.
En 1992, los obispos de la CEG publicaron otra famosa carta pastoral: “500 años sembrando el Evangelio”. Estaban en marcha ya las primeras conversaciones hacia los acuerdos de paz. La conmemoración de los 500 años, que para algunos significaban “el encuentro de dos mundos”, y para otros “el inicio de una invasión que despojó a los pueblos amerindios de su fe, cultura, tradiciones, economía, provocó la reflexión y la plasmación de ella en esta carta. Fue una carta autocrítica en que la Conferencia Episcopal pidió perdón “por los límites y sombras, errores y pecados que se dieron” en la primera evangelización y “que han recaído injustamente en las comunidades indígenas.” Al mismo tiempo estos obispos, los “actuales pastores de la Iglesia, se congratulaban “por el florecimiento del espíritu Maya, con sus distintas manifestaciones, que se torna una instancia crítica de la sociedad, de las estructuras vigentes, de las culturas, de los modos de convivencia y también de la vida religiosa.” La capacidad de riesgo prudentemente audaz –valga la paradoja- se muestra en esta carta cuando los obispos dan voz en su propia carta a diversos sectores de los pueblos indígenas de Guatemala. He aquí un botón de muestra: “Desde la llegada de los primeros cristianos europeos, cargamos con su punto de vista y condena. La Iglesia Católica cometió grandes errores y pecados. En muchos momentos la cristianización de los indígenas-mayas la realizaba el misionero en comunión con la fuerza del ejército español. Hubo una identificación de la Iglesia con el poder del estado. La cristianización se confundió con la occidentalización.
Para ser cristiano había que renunciar a la identidad indígena, a la forma propia de creer y a las formas religiosas de esa fe. En este sentido, la Iglesia europea instaurada en tierras mayas contribuyó al etnocidio, al condenar las formas religiosas, las teologías, las liturgias y organizaciones de los pueblos indígenas.” Esta carta se convirtió en un prenuncio de lo que los acuerdos de paz iban a llamar cuatro años más tarde el carácter pluriétnico, multilingüe y pluricultural de Guatemala. Y toda ella tendría un impacto fuerte en el enfrentamiento del racismo consuetudinario de muchos segmentos y clases sociales del país. Ese racismo que proclama y asume la superioridad de un grupo sobre otro por razones de genes, del color de la piel, de las facciones, y de la socialización en ese mismo grupo.
El debate sobre la evangelización de las culturas y la inculturación de la fe
Por otro lado esta carta significó un aporte muy serio de la CEG al debate que iba a tener lugar en la IV Conferencia General del Epicopado Católico en Santo Domingo en ese mismo año de 1992. En 1983, en Haití, el Papa Juan Pablo II había lanzado el llamado a una “nueva evangelización” –sin conceder que precisamente la Conferencia de Medellín había instaurado ya esa “nueva evangelización” en América Latina- y había declarado la preparación del V Centenario con un novenario de años. Durante los años siguientes insistió mucho en la evangelización de las culturas y muy poco o nada en la inculturación de la fe.
La evangelización de las culturas toma obviamente como modelo a la aventura del Evangelio en Europa, que pasa por la Cristiandad pero también se enfrenta hoy a una supersecularización que desmonta totalmente esa Cristiandad. Este itinerario de la cultura europea desde la Cristiandad al más agudo secularismo, ¿no muestra acaso que lo únicos actores verdaderos de la evangelización de las culturas son las personas evangelizadas y que si las personas se desevangelizan no tardan mucho en derrumbarse los valores evangélicos presuntamente insertos con sello perdurable en las culturas? Por otro lado, la inculturación de la fe, ¿no es en última instancia la seguridad de que la fe puede vivirse con equivalente autenticidad y profundidad en cualquier tipo de marco o medio cultural, sin que pueda católicamente privilegiarse ninguna cultura o legado cultural como portadores de la fe?
En su carta pastoral, los obispos de Guatemala escribían que “la inculturación es un proceso de doble movimiento.” El primer movimiento sería el “influjo” del Evangelio “sobre la cultura”. En el crisol del Evangelio algunos valores culturales saldrían “potenciados y transformados” mientras otros quedarían “desechados y extirpados”. El segundo movimiento sería de “arraigo” de la fe en una determinada cultura “por medio de la acogida de fe que realizan los hombres de esa cultura”. Este segundo movimiento de la inculturación del que escriben los obispos me parece acercarse a lo que he llamado “inculturación de la fe”.
El primero, en cambio, me parece asemejarse a lo que Juan Pablo II llamaba “evangelizar las culturas”. En general, la Jerarquía de la Iglesia Católica tiende a inclinarse por “evangelizar las culturas”. Pero no suele admitir con modestia que también las culturas pueden “evangelizar” a la fe –dicho sea paradójicamente: ¿el gusto por el poder y por el monopolio y la imposición de la verdad no fue una terrible “evangelización” de la cúpula de la Iglesia postconstantiniana por la institución imperial romano-constantinopolitana? En cambio, la inculturación de la fe, por ejemplo en las culturas indoamericanas, ha sido vista por el Vaticano con una reiterada sospecha, por ejemplo en la cuestión de los diáconos casados permanentes en la diócesis de San Cristóbal Las Casas de Chiapas o en la desconfiada reacción frente a la redacción en lengua quiché de un sacramentario en la arquidiócesis de Los Altos en Guatemala.
De la Centroamérica en llamas revolucionarias a los acuerdos de paz
En 1986 la Centroamérica en llamas revolucionarias de los años ochenta comenzó a encaminarse hacia la paz en la cumbre de los presidentes centroamericanos en Esquipulas II. Ahí se recomendó entre otras cosas la creación de las Comisiones de Reconciliación. El primer presidente civil electo después de 1985, Vinicio Cerezo, conformó la Comisión de Reconciliación prontamente y escogió al entonces obispo de Zacapa, Rodolfo Quezada, como presidente de la misma y a su colega Juan Gerardi como su suplente. Desde entonces hasta su muerte, Quezada trabajó con su poderosa inteligencia y su conocimiento del derecho –era doctor en derecho canónico por la Universidad Gregoriana- al servicio del logro de la paz. Quezada puso manos a la obra y trabajó denodadamente durante las presidencias de Cerezo, Serrano y parte de la de De León Carpio sin que las cosas avanzaran a fondo.
Sus hermanos obispos le indicaron que debía abandonar ese puesto oficial cuyo trabajo parecía estéril, y seguir trabajando a otros niveles. Entonces, desde su pequeña oficina de la Fundación Casa de la Reconciliación en la Capital, convocó con otras fuerzas la Asamblea de la Sociedad Civil y desde ella siguió luchando por la paz y la reconciliación y alentando la formulación de planes para presentarlos a las comisiones de negociación de los acuerdos de paz.
Durante estos años Rodolfo Quezada se mantuvo al tanto de lo que iba sucediendo en el país y en la Iglesia, de lo normal y de lo extraordinario. Por ejemplo, cuando se enteró al correr de los años de la decisión de su condiscípulo y coetáneo, el jesuita Ricardo Falla, de vivir entre las Comunidades de Población en Resistencia desde 1986 a 1993, dio su apoyo a esta decisión y en algunas ocasiones lo hizo público, expresando además su admiración. No en vano era sobrino de un gran jesuita, Jorge Toruño Lizarralde, hermano de su mamá Clemencia.
“¡Urge la verdadera paz!”
Fue en este contexto de la lucha por la paz desde la guerra como en 1995 los obispos de Guatemala publicaron la tercera de sus grandes cartas pastorales: “¡Urge la verdadera paz!”. Mantenían una vez más que la paz es fruto de la justicia. Lo habían repetido en 8 documentos anteriores. Por eso sostuvieron que “en nuestro país no gozamos de paz, porque no ha existido ni existe justicia… Toda nuestra historia está marcada por una gran cantidad de acontecimientos, expresión de otras tantas injusticias…” Naturalmente en esas circunstancias no extraña el pesimismo generalizado frente a la búsqueda de la paz. Pero los obispos sostenían que “es posible superar el mal…creemos en la capacidad del pueblo para lograr la paz.” Denunciaban los obispos que “nuestra realidad actual no es más que el resultado de injusticias sociales acumuladas en esta secular historia de despojo y opresión.” Se remontaron a otra carta suya de 1962 en que hablaron ya “de la situación insostenible que en Guatemala iba condenando a grandes sectores a la pobreza, debido a la mala distribución de los bienes, sobre todo de la tierra.” Evocaron también su famosa carta Unidos en la esperanza, de 1976, que denunció “el sufrimiento de los más pobres.”
Escribieron que en numerosos comunicados y mensajes hicieron “ver que la violencia tenía como raíz principal la pobreza y la injusticia que en 1988 había profundizado la brecha entre ricos y pobres de forma alarmante” y se refirieron a su carta de aquel año “El Clamor por la tierra”, donde escribieron que “nunca fue posible en tantos años de historia una reforma agraria adecuada, que pudiera legítimamente revertir esta dinámica de injusticia.” No se inhibieron de tocar el hierro candente de la “contribución fiscal”. Es bien conocido que en Guatemala promover estatalmente una auténtica reforma fiscal no sólo provoca en la empresa privada un firme muro de rechazo sino que se puede llegar hasta instigar un golpe de Estado. Pero los obispos proponen esa reforma fiscal, que por medio de una medida moderna, “una tabla impositiva” progresiva, “haga desaparecer esa hiriente e insoportable desigualdad” (Guatemala ostenta en 2011 un coeficiente de Gini –de desigualdad- de 53.7, uno de los peores del mundo).
Para los obispos la paz debía apoyarse en “el esclarecimiento histórico de la verdad” de lo sucedido, en la “verdadera reconciliación”, que llegue “a extirpar las causas que originaron el conflicto”, en el “reconocimiento de la culpa”, en el rechazo de la venganza y en el “desarme nacional”. Jesucristo es presentado por la carta como el modelo de solidaridad que es preciso recrear para que la paz se logre y consolide.
En el marco de esta carta los obispos escriben su texto talvez más fuerte sobre las mujeres de Guatemala: “La realidad socioeconómica… las coloca entre los pobres más afectados en nuestro País y sobre las que recaen con mayor drasticidad los efectos de la pobreza y de la crisis económica…La discriminación de las mujeres es un grave obstáculo para el desarrollo humano y social de Guatemala…y su propia postergación no hace más que reforzar el círculo trágico de la pobreza y el subdesarrollo.” Para las indígenas y campesinas “sus posibilidades se reducen aún más y el peso de la pobreza las golpea con mayor indefensión.”
Quezada Toruño, arzobispo de Guatemala
En el año 2001, con ocasión de la aceptación papal de la renuncia de su antecesor, Rodolfo Quezada fue trasladado del obispado de Zacapa al arzobispado de Guatemala. Durante los 9 años que duró su arzobispado mantuvo una fuerte presencia nacional y se distinguió claramente por su denuncia de las explotaciones mineras a cielo abierto y su apoyo al obispo de San Marcos, Alvaro Ramazzini en la lucha de este como acompañante del pueblo de San Miguel Ixtahuacán, donde la compañía canadiense-norteamericana Montana aprovechaba su concesión minera para extraer oro y plata en grandes cantidades y en un momento de enorme aumento de precios de los metales como consecuencia de la crisis de la globalización. La explotación minera dejaba tras de sí paisajes lunares, ríos contaminados por mercurio y arsénico, y asesinatos de militantes de organizaciones populares opuestas a la extracción.
El arzobispo de Guatemala luchó también con fuerte convicción a favor de la vida de los seres humanos ya concebidos. No se puede olvidar que durante su periodo episcopal la CEG publicó también en 1984 una carta pastoral sobre “La familia y el derecho a la vida”. Además escribió en 1986 otra carta tocando el tema de la renovación carismática católica. Escribieron también en 1996 en contra de la pena de muerte una carta titulada “¡No matarás!”, y una carta en 1997 “Jesucristo ayer, hoy y siempre”, sobre la celebración del Jubileo del año 2000.
La gran responsabilidad de los sucesores: el legado de esa brillante generación
Evidentemente el legado de esta generación brillante de obispos guatemaltecos no es fácil de continuar. La manera como recibieron el apoyo de Roma para actuar así como actuaron, tiene su origen, a mi juicio, en la primera visita del Papa Juan Pablo II a Centroamérica en 1983. Tanto en Nicaragua como en Guatemala el Papa tomó posición en contra del Estado, del Estado revolucionario sandinista y del Estado dictatorial represivo en Guatemala.
En el primer caso, su postura estuvo motivada por la lectura de la situación nicaragüense con los ojos de la situación de Polonia entonces: la defensa de la Iglesia Católica frente a una presunta marxistización del país y una quinta columna marxista al interior de la Iglesia, la denominada “Iglesia Popular”. En el caso de Guatemala, el rechazo que el Papa experimentó cuando el entonces Jefe de Estado –golpista- General Ríos Montt se negó a indultar a los “subversivos” que iba a fusilar y que habían sido sentenciados a muerte por los jueces “sin rostro”, provocó en el Papa un deseo imperioso de fortalecer a la Conferencia Episcopal y apoyarla frente a tales desmanes de un gobierno despótico.
Escribir hoy sobre un país torturado por la pobreza injusta, la desigualdad y una violencia de nuevo cuño
La verdad es que hoy seguimos teniendo un país torturado por la pobreza injusta y la increíble desigualdad en el reparto de la riqueza. Las causas de la guerra siguen presentes en las estructuras institucionales del país. Los despojos de tierras, por ejemplo a lo largo del cauce del río Polochic, en las Verapaces, y las concesiones de tierra tanto a las empresas mineras como a las hidroeléctricas están creando situaciones de agudo conflicto y se han cobrado ya no pocos asesinatos, en San Miguel Ixtahuacán, en Santa Cruz Barillas, en Santa Cruz del Quiché y en otros lugares del país. Las tierras usurpadas por militares en Alta Verapaz y el Petén no han vuelto al Estado, como lo exigían los acuerdos de paz y, como consecuencia, no han sido usadas para devolver tierra a los campesinos. Los intentos de una reforma fiscal, punto mandatario de los acuerdos de paz para obtener una carga tributaria que no esté tan lejos de las de la mayoría de los países modernos, acaban una y otra vez en nada, como lo prueba el recuento patético de Alberto Fuentes Knight en “Rendición de Cuentas”. Ningún gobierno después de la paz ha afrontado el diseño de un plan de desarrollo rural que merezca ese nombre.
Las tierras urbanas baldías, en lugar de ser expropiadas constitucionalmente como de utilidad social para responder al enorme problema de vivienda de los asentamientos en barrancos, se convierten en receptáculos de nuevos centros y colonias de lujo imponente, como en Cayalá, sobre la Calzada de la Paz. Y la Secretaría de la Paz retira de acceso a la gente común los Archivos de la Paz y los planes estratégicos del ejército, que habían quedado abiertos al público. Como los obispos decían, con todas estas acciones se va en contra de la reconciliación, porque no se “extirpan las causas que originaron el conflicto”.
Más aún, su permanencia y el factor novedoso del crimen organizado, especialmente el capital delincuencial de los tráficos clandestinos, atizan la hoguera de una nueva forma de violencia. En esa nueva onda simbólica de sismos humanamente destructivos se hunde en el abismo el valor de la vida humana. ¿No requeriría todo ello de una nueva carta pastoral de la CEG, que recogiera el legado de sus mejores cartas anteriores? No sabemos, sin embargo, si la actual composición de la conferencia nos hace esperar –con lúcida, pero inquebrantable esperanza- una decisión tan importante. Confiamos en que el lema del Cardenal Quezada, “fuertes en la fe”, conduzca a los obispos actuales a seguir este año, en el que se cumplen 50 del comienzo del Concilio Vaticano II, y en adelante, aquella manera de entender la fe del Vaticano II: “La fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación humana. Por ello orienta la mente hacia soluciones plenamente humanas” (GS 11). Se trata de una fe fraterna volcada hacia la búsqueda de una mayor humanización.
Un servicio episcopal con presencia de amerindios
No sabemos si la misma Conferencia Episcopal ha dado ya el paso de seleccionar dentro del numeroso clero amerindio algunos candidatos para el episcopado. Su carta de 1992 requeriría, para ser consecuente, que se llegara a este tipo de decisiones cruciales. Mientras un pueblo de Dios tan pluriétnico, multilingüe y pluricultural como el de Guatemala no llegue a estar gobernado y liderado en algunas de sus diócesis por miembros amerindios del clero nacional, algo está en déficit dentro del legado que aquellas directrices pastorales dejaron a los sucesores de quienes las escribieron.
¿Habrá en los miembros del episcopado actual y en el Nuncio Apostólico y en las Congregaciones Romanas y en el Papa la valiente disposición para romper con más de 500 años de obispos criollos y ladinos? Tanto Rodolfo Quezada como Julio Cabrera y Alvaro Ramazzini fueron en su momento rectores del Seminario Interdiocesano de Guatemala y se dieron cuenta no solo del grande y progresivo aumento del clero diocesano sino también de la presencia en esos seminaristas de porcentajes cada vez mayores de jóvenes guatemaltecos pertenecientes a las etnias mayas. ¿Habrá en los actuales obispos la capacidad de apostar seriamente a la vez por lo mejor de la modernidad y por lo mejor de la identidad amerindia y afroamericana?
Los largos períodos de diócesis vacantes
Las diócesis guatemaltecas ¿eran mantenidas vacantes o en manos de un Administrador Apostólico por tanto tiempo como lo hemos visto al comenzar el siglo XXI? La diócesis de El Quiché pasó 3 años sin obispo titular y hoy lleva ya cerca de otros dos años en la misma situación. El Vicariato apostólico de Izabal lleva ya un tiempo largo en una situación de emergencia, teniendo a su frente a un obispo emérito que ya estaba en situación de retiro y fue llamado urgentemente a suplir el retiro de otro. En la diócesis de Huehuetenango, el obispo que presentó su renuncia a los 75 años ha debido esperar 4 años y medio antes de que se nombrara a su sucesor. ¿Cuánto tiempo habrá que esperar para que se nombre un obispo en la diócesis de San Marcos? El arzobispo de Guatemala está auxiliado por obispos que ya tienen 83 y 78 años o que no gozan de buena salud. Y probablemente la misma arquidiócesis de Guatemala es ya demasiado grande como para no necesitar la creación de otras diócesis a su alrededor. No sabemos si la raíz de estos problemas está en la Conferencia Episcopal, en la Nunciatura Apostólica o en el Vaticano.
¿Qué queda del espíritu de Medellín? ¿Pasó el tiempo de la liberación?
Se habla mucho de que ya pasaron los tiempos de Medellín. Y sin embargo, en Aparecida el pueblo de Dios fue testigo de un gran esfuerzo para recuperar aquel espíritu, aquella auténtica “nueva evangelización” que dio a la Iglesia en América Latina un talante de cercanía a los pobres y opción por ellos y una creatividad comunitaria de base, realmente productiva de mucha esperanza. Se habla también de que talvez pasó la época de la teología de la liberación e incluso se escribe sobre “qué queda” de ella o sobre si en realidad “ha muerto”. Y sin embargo, en un continente y en un país donde los pobres siguen siendo marginados, explotados y oprimidos y donde tan fuerte permanece el racismo, está viva la perspectiva novedosa que hizo concebir toda la teología de un modo creativamente inculturado en la realidad de América Latina y honrado con esa misma realidad: la perspectiva de la liberación.
Una perspectiva, por otro lado, también relevante para los pueblos cada vez más ricos y más racistas. No dudo de que los actuales obispos de Guatemala serán hoy también capaces de hacer un análisis serio que les ayude a ver si es beneficioso para la fe y la esperanza del pueblo de Dios mantener viva la perspectiva de los derechos humanos y de la liberación de las esclavitudes y de la denuncia de las injusticias y del fomento del don de la paz, cuyo rechazo, como decía el mismo Medellín, es un rechazo del Señor Jesucristo. De hecho muchos de sus documentos publicados al terminar su asamblea anual en enero de cada año han mostrado una gran capacidad de honradez con la realidad y han sido así buena noticia –“Evangelio”- para el pueblo de Dios en este país.
El sufrimiento más grande: la profundización de la injustia
En su carta de despedida al dejar su servicio como arzobispo, Quezada escribió estas palabras importantes: “En el tiempo de mi ministerio pastoral… no han faltado los sufrimientos. Pero posiblemente el más grande sea el haber visto cómo cada día se hacen más profundas las huellas de una secular injusticia y marginación que desembocan en tantas situaciones de pobreza a las que está sujeta la mayoría de los fieles de nuestra Arquidiócesis.
Vienen a mi mente los miles de personas que viven hacinadas en los barrancos de nuestra ciudad, los indígenas de todas las etnias que vienen a la urbe metropolitana buscando un porvenir que no encuentran en sus propios lugares, los migrantes, los campesinos, los ancianos, los niños abandonados a su suerte, los jóvenes que no tienen respaldo familiar, las mujeres que deben sostener solas un hogar sin la compañía de un esposo, etc. Son tantas las situaciones en la que se manifiesta la profunda injusticia que vive nuestra patria. Vienen a mi mente las víctimas de la violencia, de los secuestros y extorsiones así como la de los desastres naturales; rostros de seres humanos que pasan a diario por el sufrimiento. El escenario muchas veces ha sido terrible: impunidad, corrupción, crimen organizado, depredación de la naturaleza, amenazas contra la vida naciente, cultura de la muerte. Situaciones en las que no he querido ni podido quedarme callado, aún a costa de incomprensiones por parte de aquellos que no comprenden que parte esencial del ministerio de un Obispo consiste en alzar su voz para denunciar todo aquello que aparta del Reino de Dios.”
“Mantente más cercano a los pobres” “Ojalá le hubiera hecho caso”
Hace menos de un año murió en Guatemala una religiosa guatemalteca de la Congregación de la Sagrada Familia. Se llamaba Lucía Godoy. Su funeral lo presidió el arzobispo emérito de Guatemala, Cardenal Rodolfo Ignacio Quezada Toruño. Y en la homilía contó que la Hermana Lucía, coetánea suya, le había advertido muchas veces que debía estar más cercano a los pobres. “Ojalá le hubiera hecho caso”, comentó Quezada. La generación de obispos de Guatemala, de la que venimos hablando ha estado ciertamente muy cerca de los pobres y ha salido en su defensa muchas veces. ¡Ojalá la generación de sus sucesores lo haga también! A su modo, con su propia creatividad, en una Guatemala igual a la que vivieron aquellos y también diferente. Quezada Toruño, cuyo buen humor era proverbial, no dejará de sonreírse con cariño cuando los vea responder así al Evangelio.
Dichosos los muertos que han muerto en el señor… sus obras los acompañan.
El obispo Alvaro Ramazzini tuvo la homilía en la Eucaristía del funeral del Cardenal Quezada. El mismo se lo había pedido. Citó este texto del Apocalipsis: “Dichosos ya desde ahora los muertos que han muerto en el Señor, El Espíritu es quien lo dice: que descansen ya de sus fatigas, pues sus obras los acompañan” (Apocalipsis ,14-13) Y explicó que el Evangelio de las Bienaventuranzas recién leído “nos ilumina para entender cuáles son estas buenas obras que deben acompañar nuestra vida si queremos descansar de las fatigas que implica realizarlas y que son el camino para alcanzar la felicidad plena: la pobreza de espíritu que incluye la opción libre y responsable por la pobreza material y se traduce en la opción preferencial por los pobres y excluidos, los desechables de la humanidad. Una opción que debe llevarnos hasta el martirio si es necesario y debe atravesar todas nuestras estructuras pastorales.”
Ramazzini siguió explicando el resto de las Bienaventuranzas. Pero ya esta cita permite atisbar cómo este eslabón humano entre aquella generación brillante de obispos y la que los está sucediendo es al mismo tiempo un desafío para que “la lucha por la fe y la lucha por la justicia que la misma fe exige”, como formularon los jesuitas felizmente, sigan siendo la tarea privilegiada de los obispos de Guatemala. Evidentemente en forma profundamente creativa.
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