Querido Monseñor Cabrera, queridísimo Julio:
Para mí es una gran alegría y un honor muy especial participar en este acto haciendo tu encomio, es decir aportando claridad y calidez a la decisión de la Universidad Rafael Landívar de Guatemala, dirigida por mis compañeros jesuitas, de otorgarte la Medalla Karl Rahner en el contexto del cincuentenario de la fundación de la Universidad.
Se pierde en las brumas de la historia pasada el momento en que nos conocimos, pero recuerdo con mucha nitidez la subida desde Pueblo Nuevo a Santiaguito un sábado de marzo de 1994 cuando te preparabas para administrar el sacramento del diaconado a mi compañero jesuita Francisco (Paco) Iznardo. Caminábamos juntos pocas semanas después de que los miembros de la Población Civil en Resistencia de la Selva del Ixcán habían salido al claro un día 2 de febrero, día de la Virgen Candelaria, y por eso día de la luz; habían dejado atrás la clandestinidad, aunque la guerra no había terminado todavía. Venías subiendo con una cierta lesión en la rodilla y un dolor intenso. Te ofrecieron una cabalgadura y no la aceptaste, asegurando que iba ser menor tu dolor caminando que yendo a lomos de aquel caballito. A consecuencia de tu rechazo, debido en realidad a querer subir como la gente, pasando su misma penalidad, caminamos juntos y dejaste, igual que yo, embrocadas en el lodo una vez una y otra vez otra de tus botas de hule. Al final llegamos juntos y descansamos bebiendo una coca cola de las que un viejito, testigo de la globalización, subía con mecapal en una caja. Una vez más desde que en 1987 llegaste como obispo al Quiché, querías caminar con tu pueblo y como tu pueblo, asistir a su alegría ya que los habías acompañado en sus angustias. Una vez más querías consolar a tu pueblo.
“Consuela a mi pueblo” ha sido tu lema episcopal. “Consuela a mi pueblo” ha sido el título con el que encabezaste los tres volúmenes de tus homilías desde el 14 de febrero de 1988 hasta el 24 de marzo de 2002. Catorce años de homilías en 15 años de obispado en El Quiché. “Consuelen a mi pueblo” son también las palabras con que empieza el libro del Segundo Isaías. De ti, Julio, sabemos mucho, en cambio de este Segundo Isaías no sabemos casi nada, o sabemos todo solo a través de sus escritos en su profecía. No sabemos su nombre. Es un gran profeta y un gran poeta anónimo, probablemente para que se transmita mejor que no cuenta tanto su identidad personal como la Palabra de Dios sobre una situación histórica que él transmite.
Una gran novedad de la imagen de Dios en el Segundo Isaías es su capacidad para la ternura. Su capacidad para simpatizar con el sufrimiento humano con un exceso de ternura. Hay en la ciudad de David, en tiempo de Isaías, una profunda desesperación: “Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado” (Is 49, 14). Inmediatamente, con la voz del profeta, habla Dios mismo: “¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré. Mira en mis palmas te llevo tatuada, tus muros están siempre ante mí” (Is 49, 15-16). Sin embargo, no se trata solamente de una empatía para compadecer; se trata también de que, junto a esa empatía, hay un poder excepcional para provocar esperanza anunciando que Dios va a hacer nuevas todas las cosas. La confluencia de la compasión con el poder de la esperanza es lo que construye el misterio de Dios, en este profeta. Y precisamente por eso es posible la novedad, es posible pasar de la gran frustración y decepción, porque se ha derrumbado la liberación alcanzada en el éxodo y el pueblo ha tenido que caminar hacia el exilio. En la primera parte del Segundo Isaías este es el audaz mensaje: “No recuerden lo de antaño, no piensen en lo antiguo; miren que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notan?” (Is 43, 18-19).
No es difícil pensar en lo que ocurrió en Quiché: primero fueron las derrotas del Ejército y las promesas de una vida nueva para los campesinos del Ixcán y del Triángulo Ixil. Y luego vino la estrategia de tierra arrasada y las masacres modélicas, nunca vistas, que empujaron a decenas de miles de campesinos al refugio en México, como tierra de exiliados. Religiosamente la misma diócesis de El Quiché quedó casi totalmente desprovista de pastores con la salida del obispo, Monseñor Gerardi, y de los misioneros del Sagrado Corazón. Pero en 1987 la Diócesis recibió un nuevo obispo, te recibió a ti, Julio, y contigo escuchó tu mensaje: “consuela a mi pueblo”, “te llevo tatuada en la palma de mi mano”. Y no fue solo un mensaje de compasión, sino que fue también un mensaje de poder para provocar solidaridad al servicio de los oprimidos y así también esperanza. Un paso previo era tratar de liberar a la gente de su miedo y construir sobre el valor de su resistencia: “No temas, gusanito de Jacob, oruga de Israel, yo mismo te auxilio –oráculo del Señor–, tu redentor es el Santo de Israel” (Is 41, 14). Así pues, tu mensaje era, como el del Segundo Isaías: Dios está con los masacrados, con los oprimidos, con los refugiados, con los exiliados. En su ternura Dios se hace íntimo y cercano con los corazones humanos que más han sufrido. Y llegaron los frutos del poder de la solidaridad: las ayudas de las agencias católicas para comprar las tierras donde pudieran establecerse los que vuelven del exilio y donde puedan al fin levantar su “Primavera del Ixcán” los que eran Población Civil en Resistencia bajo la montaña y han salido ahora al claro, a la luz del día.
Pero está también la semejanza con la Segunda Parte del Segundo Isaías: los cantos del Siervo de Jahvé. Son muchas las semejanzas. Pronto surgieron entre las poblaciones del Ixcán los brotes de las semillas de la división. La división entre los retornados del refugio y los que se habían mantenido en resistencia bajo la montaña. La división entre los que se habían quedado y habían trabajado junto con el Ejército en Patrullas de Autodefensa Civil y todos los demás. Y el gran desafío: volver a unirlos en una sola Iglesia, en comunidades eclesiales que dejaran el odio y arraigaran su colaboración en la pobreza común y en el deseo de avanzar y salir de ella. “Miren a mi siervo a quien sostengo, mi elegido a quien prefiero. Sobre él he puesto mi Espíritu para que promueva el derecho de las naciones… No gritará, no clamará, no voceará por las calles. No romperá la caña quebrada, no apagará la mecha vacilante” (Is 42, 1-3).
No fue fácil. Se va anunciando el Evangelio a los pobres. Pero son pobres divididos entre sí, que han sido desgarrados, su cuerpo y su espíritu han sufrido una gran desolación. Por eso hablaste a los animadores de la reconciliación así, en julio de 1996, buscando empezar a sembrar esa misma reconciliación tan difícil y huidiza:
Llevamos dos días hablando sobre un tema que toca lo más profundo de nuestro corazón: la muerte de tantos hermanos nuestros. Y si pudiera entrar en el corazón de cada uno de ustedes, estoy seguro que encontraría un profundo dolor, y también un clamor que dice desde lo más hondo de su corazón: “ya no más muertes como estas”. Creo que durante estos dos días, este lugar ha recogido este clamor. Ustedes se han comprometido para continuar su trabajo de esclarecer la verdad de todos los que fueron sacrificados de esta manera… Cuando vemos este inmenso cementerio de muerte que es Quiché y dirigimos nuestra mirada a Jesús, decimos: “Para todos ellos hay esperanza, para todos ellos la última palabra se llama Vida, Vida eterna.”… ¿Cómo vivir juntos en paz? ¿Cómo hacerlo sin perdonarse? La respuesta última a estas urgentes preguntas se encuentra solo en Dios, que no cesa nunca de perdonar… El perdón nace de lo más profundo del corazón, incluso del que más sufre…
Pero añadiste, porque estaba comenzando el esfuerzo del REMHI (Recuperación de la Memoria Histórica):
En el campo político y social, la reconciliación no puede prescindir de la verdad; es un compromiso muy delicado y difícil… No se puede callar ante los crímenes perpetrados; matanzas de inocentes, deportaciones de pueblos y tantas otras formas de violencia…
Y tú, Julio, ¿cómo te sentías? Isaías dice: “Yo el Señor, te he llamado para la justicia, te he tomado de la mano, te he formado y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones” (Is 42, 6).
Convivir año tras año con “este inmenso cementerio de muerte que es Quiché”, deja su huella. En todos, en cualquier persona medianamente sensible. Pero la huella es muy profunda cuando esa persona se llama Julio Cabrera. Cuando las palmas de sus manos están tatuadas con los nombres de todas las mujeres quichelenses violadas, torturadas y asesinadas; cuando están tatuadas con los nombres de todos los bebés despedazados contra los árboles o contra las paredes de las casas para ahorrar municiones; cuando están tatuadas con los nombres de todos los hombres colgados cabeza abajo, tiroteados hasta morir, quemados en las casas atrancadas y calcinados hasta no dejar rastros reconocibles de su ADN.
Recuerdo todavía el dolor de Ricardo Falla cuando le dijiste que tenía que abandonar el Ixcán en enero de 1993. Su grito se podía adivinar: “¿Cómo va a dejar el pastor a sus ovejas en momentos de peligro?” Y tú le respondiste: “Ricardo, yo soy el pastor. No van a quedar abandonadas”. Y ahí pediste ayuda a la Compañía en la persona de Chema Tojeira. Y el Provincial mandó a Melo (Ismael Moreno) y luego se le unió Paco Iznardo. Y Paco se quedó 13 años. Y después José Luis, otro montón de años. Y Mito Soto y Miguel Saúl.
Pero el Pastor no estaba solo en Ixcán. Tenía que rescatar de la pasión también a la Población Civil de la Sierra. Hubo también linchamientos en algún municipio y había complicados en ellos algunos de los mejores catequistas, pero no vacilaste en excomulgarlos. Te dejaste ayudar por nuestra amiga común, la antropóloga Myrna Mack para explorar la ayuda a los desplazados de la guerra y a la gente obligada a vivir en aldeas modelo. Y tuviste que venir a la Capital a velar su cadáver apuñalado 12 veces en 1990. Vinieron las calumnias y las acusaciones de que hacías causa común con los subversivos. No, esas cosas no se pueden vivir como toques del aire cuya brisa te roza el rostro; son espinas que se clavan en el corazón y lo desgarran. Y sin embargo, seguías consolando: “Mi Señor me ha dado una lengua de discípulo para saber decir al abatido una palabra de aliento… El Señor me abrió el oído; yo no me resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que me arrancaban la barba; no me tapé el rostro ante ultrajes y salivazos” (Is 50, 4-6).
Seguiste firme en tu carisma de consolador en medio de un pueblo devastado por 36 años de conflicto y 14, del 80 al 96, de guerra. Y un día de Navidad del 94 les dijiste palabras penetrantes:
Lo primero que aparece es una esperanza con la comparación entre el duro presente y el futuro mejor… En vez de tinieblas habrá luz; en lugar de tristeza, alegría; en vez de opresión, libertad y en lugar de la guerra llegará la paz... ¿Cómo puede este niño llevarnos a la paz…? Y la respuesta que encuentro es que nos dejemos conducir… por sus criterios… En primer lugar ser conscientes del amor que Dios nos tiene… de lo que nosotros significamos para Dios… Existe el amor porque Dios nos ama… Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo… Esta es la buena Noticia de Navidad. Otro criterio es el de la fraternidad. Este niño nos ha hecho a todos hermanos… No podemos celebrar la Navidad y odiarnos… o tramar algo en contra de nuestro prójimo. En tercer lugar “la justicia y el derecho”…, las columnas fundamentales de la convivencia humana en una comunidad.
Una vez más anunciaste la Navidad en un pueblo con “mayor empobrecimiento y sin haber logrado la paz”. Es como lo dijo Isaías: “El Señor consuela a Sión, consuela a sus ruinas; convertirá su desierto en un edén, su arenal en paraíso del Señor; allí habrá gozo y alegría; con acción de gracias y al son de instrumentos” (Is 51, 3).
Al final, con la paz ya firmada, tu figura seguía siendo serena. Recuerdo la fotografía que dejaste como despedida de Quiché. Recibiendo un ramo de rosas rojas y una sola rosa blanca de manos de una niña quiché. Tu rostro se ve apacible. ¿Pero cómo estaba tu corazón? Tal vez “no tenía presencia ni belleza… ni aspecto que cautivase”, como dice Isaías del siervo de Jahvé al final de su entrega por el pueblo (Is 53, 2). Tal vez estaba triturado por el sufrimiento. Ese sufrimiento que es semilla de descendencia.
Y así entraste en Jalapa. Apenas tres años después habías ya entregado a la diócesis un centro de retiros, un auditorio, unos comedores y una capilla, hermosamente alineadas alrededor de un patio amplio, y una casa para religiosas, a pocos kilómetros de Jalapa. La solidaridad que habías despertado para Quiché te seguía en tu nuevo oficio de pastor en Jalapa. Ya para entonces habías recorrido enteramente la Diócesis. Los orientales sufrieron en la primera oleada de la guerra en los años ‘62 a ‘68. En cambio habían vivido más en paz en la segunda oleada, de 1972 a 1996. Pero no cambió tu corazón de pastor. Y ahora te va quedando ya poco tiempo antes de entregar al Papa tu renuncia por edad.
La Universidad Rafael Landívar ha querido honrar tu vida. Perteneces a una generación de pastores que ha dejado en Guatemala una huella singular. La siguiente generación recibe una herencia que poner a producir. Se preocuparon ustedes, entre otras muchas cuestiones, por los mártires, por la tierra, origen de tantos problemas e injusticias en Guatemala, por los pueblos indígenas y su evangelización con respeto absoluto a su civilización, su cultura y sus libros sagrados, y especialmente por la paz.
Hoy te entregan la medalla Karl Rahner. También este gran teólogo alemán jesuita perteneció a una generación excepcional, la mayoría de los cuales fueron peritos en el Vaticano II. Pero Karl Rahner encontró su modo de teologizar en la circunstancia histórica que le tocó vivir. Tenía 35 años cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Fue amigo de Alfred Delp, un jesuita que participó en una conspiración para asesinar a Hitler y fue, por ello, ejecutado. La guerra le hizo compartir un talante existencialista, donde lo fundamental era rescatar la esperanza de su naufragio en la nada. Casi enseguida de la guerra, Rahner escribió uno de sus libros más humanos y lo tituló “Sobre la necesidad y la bendición de la oración”. Al castellano fue traducido como “Angustia y salvación”, capturando ese talante existencialista, desde el cual penosamente exploró “la posibilidad de creer hoy”.
¿No notas, Julio, la posibilidad de hacer una comparación entre ti y este teólogo alemán en cuyo nombre se te honra hoy? Los dos salieron del abismo cruel de la guerra. Y los dos trataron de consolar a un pueblo destrozado. Él, como teólogo. Tú, como pastor. Unidos ahora en el honor que la Universidad Landívar te dispensa, lo más importante que te queda y nos queda es acercarnos aproximativamente al misterio de Dios y del pueblo crucificado, del cual brota sangre y agua; Rahner goza ya de la cercanía de ese Misterio generador de vida, que siempre permanece misterio; tú vives en el esfuerzo de irte acercando, junto con tu pueblo, a ese mismo Misterio, que es fuente de vida, especialmente para los pobres.
Muchas gracias, Julio, por tu vida.
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