Podemos esperar reglas mínimas de cortesía en nuestro trato diario, que nos paguen un salario por el que trabajamos, que la planta que regamos tenga frutos. Claro, nosotros tenemos que hacer cosas para obtener esos resultados. Y allí es donde se arruina todo. Porque confundimos expectativas con consecuencias y creemos que con tan solo desear es suficiente para que suceda. Pocas cosas están tan alejadas de la realidad.
El comportamiento humano es endiabladamente difícil de predecir, si se trata de individuos. Es sorprendentemente sencillo decir qué va a hacer un grupo de personas. Algunos biólogos (E. O. Wilson, por ejemplo) explican que nuestras actuaciones son una serie de resultados evolutivos, tanto biológicos como culturales, y que, para cambiar el comportamiento de la humanidad haciendo cambios únicamente culturales, se debe estar preparado para luchar contra la dirección de la evolución biológica. Otros historiadores (Yuval Noah Harari, por ejemplo) le dan más peso a la capacidad racional del ser humano para cambiar el curso de su historia. Hay una corriente de filósofos (Samuel Harris, por ejemplo) que sostienen que no existe tal cosa como el libre albedrío y que cualquier decisión que tomamos no fue producto de nuestra voluntad.
¿Dónde, entonces, queda nuestro deseo de obtener un resultado y el empeño que le ponemos? A todos los que hemos tenido una relación de largo plazo nos ha tocado darnos un buen golpe de vez en cuando con lo que creíamos que iba a suceder y con la realidad. Les pusimos mucha más atención a las expectativas y mucha menos a las consecuencias, ya sea de nuestras acciones o de las del otro.
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Como sociedad, ahora mismo estamos saliendo de un golpe muy duro a nuestros anhelos de país, pues creímos que con darnos cuenta de lo que sucedía, con hacer sentir más nuestro descontento, con manifestarnos en la vida real y en redes, iba a ser suficiente para cambiar el rumbo. Y lo que estamos viviendo son las simples consecuencias de un sistema que lleva encaminado a lo que tenemos desde hace décadas. Nos toca asumir las consecuencias (propias y ajenas) y buscar un cambio cultural que luche con el casi biológico que nos está arrastrando como magma hacia abajo: lento, pero incinerando todo.
Las expectativas son faros geniales para darles dirección a los barcos, pero, si solo vemos la luz y no le ponemos atención a navegar, nos vamos a estrellar contra los riscos. Y nadie está diciendo que los cambios de rumbo sean sencillos. Las consecuencias se van acumulando como ladrillos en una pared, y decir simplemente que hay que cambiar para derribarla es no ingenuo, sino tonto. Tampoco es suficiente un cambio personal, aunque este sea esencial para la satisfacción interna. Con dejar de tirar basura en la calle no voy a disminuir el caudal del sistema de tragantes, por ejemplo. Eso es como estar enamorado de un artista a quien no conocemos en persona y esperar que se case con nosotros solo porque así nos sentimos.
Toca levantarnos del choque contra el muro de consecuencias, revisar que no estemos demasiado lastimados y encontrar el rumbo para que nuestros anhelos tengan un cauce y una dirección para volverlos realidad. Porque nos vamos a seguir dando golpes contra la misma pared. Yo quería escribir hoy algo que no doliera, pero tengo a ambos niños enfermos en casa cuando mis expectativas eran otras. Simples consecuencias de la maternidad con hijos pequeños. También quería ver cambios en ciertos puestos públicos y me tocará aguantar las consecuencias de decisiones diferentes durante otros cuatro años. Eso duele. Espero que ustedes estén menos golpeados que yo.
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