Las calles de la colonia se llenaban de niños chamusqueando. Una parte de mí todavía quería jugar, pero la otra pensaba en el repaso de noviembre. Debía ser inolvidable. Había que elegir la casa, la música, la decoración, la comida. Reunimos entre todos trozos de madera, plafoneras, cables, interruptores, e hicimos unas cajas de luces.
Unas primas del vecino empezaron a llegar asiduamente y formaron parte de nuestro grupo de diez, quince adolescentes. Era el 83. Yo tenía 14 años. Sentado en el suelo de la sala y rodeado de esa luz ligera novembrina, larga y lentamente estaba besando por primera vez, después de tardes enteras esperando a quedarnos solos la patoja y yo. En esas vacaciones sentí la sensualidad y el aturdimiento de un nuevo mundo que se abría para mí. Estaba creciendo.
Catorce años tenía también Marco Antonio Molina Theissen cuando el Ejército de Guatemala decidió que él debía morir. Él era enemigo interno del Estado. Su hermana, otra adolescente, había podido escapar de las torturas y violaciones de soldados y oficiales en Quetzaltenango, y esa afrenta debía pagarse.
Su vida no debió ser muy distinta a la mía, a la de tantos de nosotros. Los dos éramos de clase media, vivíamos en una colonia construida a principios de los 70 (yo en la zona 11 y él en la 19) y seguro tendríamos las mismas aficiones, sabríamos las mismas canciones y veríamos los mismos programas.
Un nombre más en la lista de la infamia guatemalteca. Otra familia desecha, separada, exiliada, suspendida un 6 de octubre de 1981. A los 14 años se le terminaba la vida mientras la mía comenzaba dos años después.
Miles de niños fueron asesinados desde finales de los 70 y durante los 80. La sociedad se rompió para siempre. Fue insensibilizada para no sentir empatía, proximidad, cariño, comunidad. No ver, no sentir, no enterarse. Cuántas vidas rotas. Cuántos hombres y cuántas mujeres cayeron por decisión de un teniente, mayor, coronel, especialista. No, la tortura, el secuestro, la violación, el asesinato, la aniquilación de poblaciones y la sustracción de menores no son tácticas de guerra. Son crímenes de lesa humanidad y así deben llamárseles. Fueron a por ellos. Eran parte de un plan de terror que llega a nuestros días.
Dejar a más de 50 niñas encerradas mientras se queman a la vista de policías y de funcionarios públicos nos dice que la guerra no ha terminado, que está incrustada en el ADN de muchas personas, esas que piden a gritos que los conductores atropellen a niños y adolescentes maltratados y hacinados en una casa y que han salido a las calles de Vista Hermosa pidiendo atención, esas que piensan atropellar a los integrantes de una manifestación y asienten con satisfacción cuando se enteran de que alguien ya lo hizo.
Estos juicios, el de genocidio, el de Sepur Zarco, el de Molina Theissen, son indispensables para reconciliarnos con el pasado; para hablar de eso con nuestros hijos, hermanos, amigos; para reconocernos como sociedad y entender que la disidencia en las ideas imperantes no es subversiva, sino que es indispensable para avanzar.
Hablemos de eso siempre. Pensemos que pudimos ser nosotros. Pensemos que somos sobrevivientes de una barbarie y que todavía no estamos a salvo.
Yo pude haber sido Marco Antonio. Cualquiera de nosotros pudo haber sido él.
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