Y no solo entre los académicos. En la clase política europea, incluso en proyectos no catalogados como liberales, hubo actores importantes que hicieron este libro su texto de cabecera. Dentro de ellos, por ejemplo, José Luis Rodríguez Zapatero. Liberales, demócratas cristianos y socialdemócratas (en particular europeos) dieron una muy buena acogida al texto de Pettit. ¿Por qué? En esencia, porque el neorrepublicanismo de Pettit plantea la posibilidad de restaurar la antigua virtud republicana, el viejo ethos ciudadano. Es decir, a diferencia del modelo grecorromano de participación política, donde el telos más importante era la función pública (ser parte activa de la toma de decisiones ciudadanas), las democracias contemporáneas han diluido la responsabilidad de compromiso ciudadano construyendo un concepto de ciudadanía apolítica. Y sobre todo pasiva. La correspondencia (como lo apunta Wolin) se transformó en carril de solo una vía. Según Pettit, esto lo podemos solucionar.
La república, como se la plantea Pettit, protege al ciudadano de la dominación (tanto de lo público como de lo privado), pero —y he aquí la clave— el compromiso ciudadano de sustentar y sostener todo ese andamiaje de libertades no puede estar ausente. Dado que la república (es decir, esa riqueza que nos es común a todos) no puede personalizarse, es fundamental contribuir a su sostenimiento. De esa manera, un ciudadano neorrepublicano ideal sería aquel sujeto que participa activamente en sus asambleas políticas locales, vota en todos los procesos electorales (federales, estatales, municipales) y, sobre todo, paga impuestos. El ethos ciudadano, el ritual ciudadano equiparable hoy con la antigua quema de incienso a las deidades de la ciudad, es separar un pedazo de mi riqueza personal y entregarla para el bien común.
Hasta aquí, todo claro. Los argumentos son razonables. De nada sirve aumentar el número de ciudadanos afiliados a partidos políticos y promover la participación política si en esencia tenemos élites y sectores populares free riders. Pero con el tiempo quedó claro que la pinza no cerraba tan fácil. Excepto los casos en que la cultura política es profundamente participativa, las democracias modernas muestran hoy desgaste. Apatía electoral, desconexión de lo político, desinterés y, por derivación, evasión fiscal. ¿Qué hacía falta? La exigencia tuvo que desplazarse a la esfera de lo público, pues, si hay ciudadanos comprometidos a echarse a los hombros el costo de tener instituciones, es un imperativo moral que los Gobiernos estén más que dispuestos a ser transparentes, abiertos a ser fiscalizables. En esencia, a rendir cuentas.
Ruth Richardson, la ex primera ministra neozelandesa durante esos mismos años 90, publicó un texto titulado New Zealand’s Far-Reaching Reforms: A Case Study on How to Save Democracy from Itself. Este popularizó el famoso concepto de la accountability (del cual las derechas latinoamericanas se quedaron solo con la parte de fiscal responsibility). Si bien es cierto que el modelo de gobierno neozelandés es un sistema parlamentario —sujeto a mayores controles permanentes—, creo que pocos dudan que, si la democracia quiere ser un proyecto viable, debe ser fiscalmente responsable. Posteriormente, Guillermo O’Donell introdujo en el debate las nociones de las accountabilities horizontal y vertical pensando en la complejidad de la arquitectura institucional en los regímenes presidenciales latinoamericanos. ¿Cómo lograr la autonomía de las instituciones que fiscalizan el Ejecutivo? ¿Cómo darle colmillos a esas instituciones intermedias? Preguntas importantes todas estas.
Pero algo faltaba en el ambiente. Había que pasar de lo propiamente político a la gestión pública.
Aparece así el concepto de gobierno abierto. A raíz de la brutal crisis del 2008, la administración del expresidente Obama lanzó en 2009 el Memorando sobre Transparencia y Gobierno Abierto bajo el compromiso de consolidar una apertura gubernamental (ser fiscalizable sin impedimento alguno) y, ante todo, de colaborar con la sociedad civil a alcanzar dicho objetivo. En el espíritu de estos ideales, en julio de 2011 la Asamblea General de las Naciones Unidas apoyó la creación de la Alianza para el Gobierno abierto (AGA), conocida en inglés como Open Government Partnership (OGP). Poco a poco diferentes países fueron sumándose a la iniciativa. En el caso de México, el esfuerzo oficial y de la sociedad civil presentó su alianza el 12 de julio de 2011 en el marco de la conferencia titulada Open Government Partnership: An International Discussion. Actualmente, la AGA está compuesta por 65 países miembros.
¿Qué diferencia hace que este concepto de gobierno abierto sea parte integral del ejercicio de la gestión pública? Bueno, pues el gobierno abierto empodera a la ciudadanía, ya que garantiza el acceso a la información: un ciudadano que tiene datos (y datos vigentes) puede tomar mejores decisiones. Derivado de ello, la participación política es más profunda, puesto que los ciudadanos tienen conocimiento de las políticas de gasto de los Gobiernos y de las instituciones públicas a todo nivel. En la medida en que el ideal de gobierno abierto se consolida, la democracia se refuerza y vuelve a tener sentido. La integración entre el ciudadano y las instituciones termina por suceder cuando hay la certeza de que lo político (en lo cual todos contribuimos con nuestra riqueza personal) tiene la humildad y la voluntad de rendir cuentas. Solo así es posible restaurar el ethos republicano.
¿Y Guatemala? ¿Dónde está? ¿Cómo va en esta agenda? ¿Cuáles son los avances? ¿Hay retrocesos? Si le interesa el tema y quiere escuchar algo diferente que no sea la temática de luchas, hegemonía, revolución, oligarquía, marchas, protestas, vuvuzelas…, no deje de asistir al Primer Festival de Gobierno Abierto, que se lleva a cabo en la Universidad Rafael Landívar los días 7 y 8 de noviembre.
Vale la pena. La agenda de gobierno abierto es importante. Es determinante y hace la diferencia.
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