En los últimos 18 años, la designación de autoridades judiciales se ha regido por la Ley de Comisiones de Postulación, la cual desarrolla los procedimientos contenidos en la Constitución Política de la República. Por ejemplo, en el caso de la elección de magistrados de la Corte Suprema de Justicia (CSJ), el artículo 215 constitucional es el que la norma. Según el artículo, se integra la comisión postuladora con «un representante de los rectores de las universidades del país, quien la preside, los decanos de las facultades de Derecho o Ciencias Jurídicas y Sociales de cada universidad del país, un número equivalente de representantes electos por la Asamblea General del Colegio de Abogados y Notarios de Guatemala e igual número de representantes electos por los magistrados titulares de la Corte de Apelaciones y demás tribunales a que se refiere el artículo 217 de esta Constitución».
En las condiciones actuales, con 11 universidades que tienen facultad de Derecho o de Ciencias Jurídicas, ello implica que se integra con 34 personas. Esta situación se produjo, entre otros aspectos, porque con la promulgación de la Constitución en 1985 y con las reformas introducidas en 1994 se dio poder al sector privado de la academia, que al integrar el consejo superior de universidades dejaba a la universidad estatal con una proporción de tres votos (privados) contra uno, en un espacio que autorizaba el funcionamiento de nuevas universidades privadas. Así, paulatinamente se alcanzó el número total de 12 universidades, una de las cuales no posee facultad de Derecho, por lo que la cifra mágica se basa en los 11 decanos. Pero las facultades de algunas de ellas no han tenido estudiantes o a la fecha no han graduado profesionales del derecho.
El mecanismo se instaló como la vía perfecta para negociar las designaciones y, de esta cuenta, llenar la CSJ y las salas de apelaciones con personajes corruptos o corruptibles, un beneficio obtenido mediante el control, por medio de favores, de las decisiones en las postuladoras. Ese juego perverso llevó a una Blanca Aída Stalling a ser magistrada titular de la CSJ mientras dejaba afuera a un juez honorable como Miguel Ángel Gálvez.
De ahí que la reforma constitucional propuesta busque resolver la tara que representa un procedimiento viciado, de fácil perversión y base de corrupción e impunidad. Las reformas están llamadas a sentar las bases de procesos renovados de designación de autoridades. Tienen como fin trazar el rumbo para que no se cuelen más Blancas Stalling y haya forma de que los Miguel Ángel Gálvez y las Claudias Escobar, entre otros valiosos profesionales, puedan conducir los destinos de la justicia.
Y aquí radica el pavor de quienes con financiamiento o por motu proprio vociferan en el Congreso o en redes sociales para generar confusión e impedir que se aprueben las reformas. En un inicio intoxicaron la posibilidad de que el racismo en la justicia fuera superado y forzaron el retiro de la reforma que iniciaba la oficialización del pluralismo jurídico. Anulada esa posibilidad y sin argumentos contra la reforma, dieron paso a la campaña de la mentira y del terror.
Quieren deslegitimar la reforma con el discurso contrainsurgente de atribuir a propósitos de izquierda la reforma para combatir la impunidad. No se han dado cuenta de que quienes en realidad pierden legitimidad son precisamente ellas y ellos, que resultan iguales o peores que aquellos que están en prisión por haber robado los recursos del Estado. En esa posición, nada diferencia a Zury Ríos de Roxana Baldetti ni a Ricardo Méndez Ruiz o a Giovanni Fratti de un Otto Pérez Molina.
La reforma es el inicio para dar solidez a los cambios exigidos en las movilizaciones del 2015 y el 2016. Son el punto de partida para mejorar el mecanismo que ha sido pervertido por los dueños o los herederos de la impunidad. Por eso es importante que el Congreso la apruebe y que la sociedad que lucha contra la corrupción y la impunidad la apoye.
Más de este autor