Aquellos días —ya sé que comienzo a hablar como abuelita— cuando teníamos que esperar semanas para recibir noticias duermen en el pasado. Atrás quedaron las ansias desbordadas que sentías cuando el cartero te entregaba un sobre donde se agazapaban las fotos de la boda a la que no llegaste, descubrías la confesión del inevitable divorcio de una amiga o encontrabas el recorte del periódico nacional con la nota más relevante del mes. Hoy en día no comes ansias porque las noticias te caen en el momento y hasta con video incluido. La boda la disfrutas casi en vivo. El drama del divorcio lo compartes desde el primer grito, con los llantos incluidos. Solo los mocos se quedan en el camino.
Ni qué hablar del mundo de noticias al cual tienes acceso. Medios de comunicación de todo tipo, calidad y línea ideológica. Todo al alcance de una tecla.
Lo irónico de este proceso global es que, a la vez que nos abre la puerta al mundo público y nos revela los secretos del universo, nos da la oportunidad de llevar una vida secreta que nosotros creíamos con ingenuidad que nadie podía fisgonear. Y es que las redes sociales nos abrieron la puerta para desdoblarnos en dos, como en El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde. Solo que, a mi modo de ver, no hay uno bueno y otro malo y quizá hasta sean más de uno. Tampoco es que sea un asunto de hombres, como suelen plantear algunos, que aducen que los hombres son los únicos que tienen secretos, particularmente cuando de amores y de sexo se trata.
El doctor Jekyll o la doctora Jekyll de nuestra era es aquel personaje público que comenta en las redes, cuelga artículos, sube fotos, postea videos y lleva una vida digital pública. Pero a la sombra de este convive el misterioso y persuasivo señor Hyde. O la señora Hyde (señora o señorita, a nadie le importa).
Mr./Ms. Hyde lleva una vida secreta en la cual se relaciona con amores pasados, amigos, conectes, vecinos, conocidos, compañeros de trabajo, etc. Con ellos, a través de las redes y los programas de mensajería, intercambia frases de contenido sexual o erótico que no se atreve a decir en persona. Seduce con palabras, pero también con imágenes, videos y demás astucias disponibles en el ciberespacio. Este mundo secreto es extremadamente excitante, seductor y adictivo como una droga. Yo lo llamo la ciberdroga del placer.
Como cualquier otra droga, cada quien tiene la libertad de decidir si la consume o no. Su adicción depende, como en el caso de algunas drogas, más de la personalidad del consumidor que del producto. Y si sabe usarla con eficiencia, puede tener resultados maravillosos. Yo quiero hacerle una sugerencia.
Resulta que los matrimonios o las parejas permanentes necesitan un poco de picante en su ensalada. Eso que Octavio Paz define como la llama doble de la vida: el erotismo y el amor. Las relaciones largas tienden a sufrir un desgaste natural, resultado de la rutina y la cotidianidad. «Esa tremenda armonía que pone viejos los corazones» de la que habla Silvio Rodríguez es la falta de erotismo. Sin erotismo, la llama de la pasión comienza a ahogarse hasta extinguirse. Apagado el erotismo, se apaga también el sexo y, aunque no nos parezca, se apaga también el amor —al menos ese amor de pareja—. Aunque quizá prevalezca un amor fraternal o espiritual, que no es lo mismo.
Un truco para mantener vivo el erotismo (y por supuesto no es el único) es la ciberdroga del placer. Ese murmullo de palabras e imágenes que permiten dar vuelo a la imaginación para luego transformarla en deseo. Crear el deseo es la parte más tentadora de este proceso y también la más delicada, pero se sorprenderá de la cantidad de ayuda que puede recibir. Una vez creado el deseo, úselo consigo misma si quiere o con su pareja. Y si acaso tiene otro destinatario, allá usted. Es su responsabilidad, no la mía. O, como dicen las etiquetas de cigarros y de licor, «recuerde que el consumo de este producto es dañino para su salud».
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