No son pocos los que ahora andan angustiados. Los que a sabiendas hicieron del Estado o de las comunas su antro de vicio o su banco privado. No contaron con el despertar del pueblo ni con la voluntad férrea de una generación que ya no se deja dar atole con el dedo.
Con mucha pena y sin gloria ninguna salieron Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti. Y ahora hasta a Rafael Correa pretenden acogerse, como si el presidente de Ecuador no tuviera el seso suficiente para discernir entre el bien y el mal.
Sin pena ni gloria salieron muchos diputados y otros tantos alcaldes. Lástima grande. Tuvieron la oportunidad de hacer vida aquella cita del padre Pedro Arrupe, S. J.: «No me resigno a que, cuando yo muera, siga el mundo como si yo no hubiera vivido». Hoy esos exfuncionarios van al vilipendio o, en el mejor de los casos —para ellos—, al olvido.
Pero ¿qué nos corresponde hacer ahora a nosotros, los de a pie?
Estamos iniciando otro ciclo y nos hemos dado cuenta de que sí tenemos voz. Incipiente es nuestra voz, pero la tenemos. Nos falta aderezarla con la fe en nosotros mismos y con la esperanza de un mejor mañana, cuando podamos creer en lo que pensamos, no agitarnos ante un mar bravío, no ser despreocupados, llevar nuestras opiniones a la práctica y estar dispuestos a pelear por lo nuestro.
Fe y esperanza que deben llevarnos a no tomar posturas de «a ver qué pasa», sino a empoderarnos para «hacer que pase».
En todas las categorías de nuestras sociedades hay consensos y disensos. Y los desacuerdos son eso precisamente, aunque se manifiesten con palabras dulces. Pero del diálogo sereno y sensato llega la renovación. Mejor aún si se sazona con una caridad que no debe entenderse como un ingenuo acto de piedad, sino como la práctica del amor verdadero.
Desafortunadamente, la práctica de ese amor verdadero lastima a muchos. La solidaridad se tilda de comunismo, la defensa del pobre se adjetiva como terrorismo y a quien lleva su fe a la praxis se lo injuria y se lo proscribe. Sucede que la cita de Marcos 10, 25 («es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el reino de Dios») pareciera actualizarse a diario con más vigor que el día anterior.
Sobreviene entonces la intimidación. Violencia que engendra violencia. Ímpetu que interpela la conciencia a tal grado que —en nombre de la protección familiar— grandes pensadores han reflexionado, si acaso, en vía contraria. «Cuando el diálogo es imposible, la violencia es permisible». Ya santo Tomás de Aquino tenía duda de ello.
Por tales razones, ante las circunstancias que vive nuestro país, debemos llamar al consenso sin dejar de manifestar nuestros disensos. Buscar el diálogo, propiciarlo, ser tolerantes y respetuosos. Empero, si se tomaran tales actitudes por cobardía, si se pretendiera volver a desensibilizarnos por medio de la crueldad, si se nos volviera a exponer a las más chapuceras indecencias (como lo hicieron Otto Pérez y Roxana Baldetti), si los aprendices de político intentaran manosearnos con la más grosera demagogia, obligación nuestra será tomar los parques de nuevo y decirles con cierta expresión gestual: «Aquí está tu son, Chabela».
De nosotros depende que Guatemala termine este próximo cuatrienio con mucha gloria y sin ninguna pena. Muchas veces lo he repetido: «No hay mal que dure cien años ni enfermo que lo aguante».
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