En la ciudad hay espacios en donde se producen muestras de un ostentoso consumo que deslumbra a los visitantes de otros países de la región, a pocos kilómetros de aldeas en donde la desnutrición crónica supera el 75 % y la pobreza extrema afecta a más de la mitad. El ingreso promedio de Guatemala es el mayor de un conjunto de 71 países de renta media y baja a lo largo del mundo, pero por su índice de desarrollo humano ocupa el decimotercer lugar de ese mismo grupo. El ingreso no se traduce automáticamente en calidad de vida, y las desigualdades juegan un papel importante en impedirlo.
Hace un tiempo fui testigo de una escena cotidiana que invita a reflexionar. En una reconocida librería de la ciudad, una facilitadora leía cuentos en un taller dirigido a niños. A pocos metros, un niño trabajador, con una caja de enseres para limpieza de calzado bajo el brazo, observaba con mucho entusiasmo y olvidó su estómago vacío y el propósito de su deambular por las calles. Al poco tiempo despertó de su ensoñación y recordó su realidad, que lo invitó a seguir su camino en busca de algún polvoriento par de zapatos. Las probabilidades de este chico de alcanzar un desarrollo pleno son escasas si se considera como su rezago la oportunidad de estudiar, de nutrirse adecuadamente y de aspirar en el futuro a un empleo de calidad, eso sin mencionar la oportunidad perdida de convertirse en un imaginativo escritor.
Las desigualdades en dimensiones diversas del bienestar, además de ser éticamente cuestionables, imponen barreras importantes al proceso de desarrollo y generan círculos viciosos que refuerzan la pobreza y restringen las libertades de más personas en la medida en que se agudizan. Los cuestionamientos éticos a la desigualdad se enmarcan en el ámbito de la idea de la justicia. Produce una indignación casi universal el hecho de que el presupuesto militar global (más de mil millardos de dólares), similar a lo que concentran los 100 millonarios más ricos del mundo, sería suficiente para eliminar el hambre en el mundo, al cual están condenados unos 750 millones de personas. Pero las desigualdades también producen trampas al desempeño económico al limitar la demanda agregada, reducir la eficiencia en la producción, agregar externalidades debidas al debilitamiento de la cohesión social e incrementar privilegios para las grandes corporaciones. En América Latina y en otras partes del mundo, las desigualdades refuerzan los factores criminógenos de tal modo que facilitan espacios para los mercados ilegales, vulneran poblaciones, principalmente de jóvenes, e incentivan el «delito aspiracional».
Las desigualdades son múltiples y se refuerzan y llenan de ignominia cuando se acompañan de discriminación, principalmente en países como el nuestro, con una historia colonial, en los que impera un racismo estructural y una arraigada exclusión de las mujeres. Guatemala es uno de los países más desiguales del mundo, en donde el 20 % de la población percibe menos del 3 % de los ingresos nacionales. Las desigualdades operan en primer lugar en el bienestar: más del 60 % de la población no logra cubrir una canasta básica de bienes y servicios, mientras que menos del 5 % vive con excedentes para el consumo suntuario. Además, el acceso a educación y salud de calidad queda limitado a unos pocos. Los más desfavorecidos son también más vulnerables a la violencia criminal, a los desastres por eventos naturales y a las crisis económicas. Por otro lado, sus posibilidades de defensa en disputas por territorios y mejores condiciones laborales se reducen ante los privilegios de las grandes empresas y el debilitamiento de las instituciones democráticas. Estos privilegios profundizan las desigualdades, blindan la expansión de industrias extractivas y energéticas y afectan principalmente a los pueblos indígenas y a las comunidades rurales, que ven aún más reducido su espacio de existencia vital. Guatemala cuenta con la carga tributaria (menos del 11 %) más baja de la región y uno de los gastos sociales más bajos, así como con una estructura social tan rígida como su estabilidad macroeconómica.
A pesar de la amplia evidencia acerca de los efectos negativos de la desigualdad, y al contrario que otros temas del desarrollo como la pobreza y la educación, la reducción de la desigualdad es un tema que encuentra resistencia del statu quo. Se utilizan ingentes recursos en el desarrollo de sofisticadas y oficiosas respuestas en las cuales se estructura ideología y se influencia al poder político para limitar la democratización y la redistribución de oportunidades económicas y políticas.
No obstante, la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible incluye, ahora sí, el combate a las desigualdades de forma mucho más explícita. El ODS 10 plantea compromisos para la reducción de las brechas en los ingresos de los más pobres respecto al promedio nacional, la promoción de la inclusión económica, política y social, el combate de la discriminación, políticas fiscales y de protección social, mayor representación política, eliminación de barreras para la movilidad humana y regulación justa de mercados financieros.
Este compromiso se suma a otros suscritos por Guatemala desde los acuerdos de paz, a los ODM y a diversas conferencias internacionales que juntos constituyen un marco para la acción política en demanda de un mejor país. Es imperativo retomar las acciones conducentes a su cumplimiento desde la política pública, pero también desde la demanda ciudadana.
Aunque hay abundante literatura al respecto, véase por ejemplo The Price of Inequality (2012), de J. Stiglitz; El capital en el siglo XXI (2013), de T. Piketty; y The Idea of Justice (2009, Cambridge), de A. Sen.
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