Me crié en un hogar de clase media urbana y mis vacaciones las pasé, asimismo, en una casa de clase media rural. Ahora que lo recuerdo, las palabras, los gestos y las expresiones de las personas mayores con quienes conviví, estaban impregnadas de comentarios racistas sobre los indígenas, sobre las mujeres, sobre los más pobres, sobre los homosexuales, sobre todos aquellos que fueran diferentes. Hay célebres anécdotas familiares al respecto, que en fiestas familiares salen a relucir de vez en cuando para que todos nos “divirtamos” con las ocurrencias racistas de algunos miembros de la familia.
Fue en mis estudios en la universidad, sin embargo, cuando yo creí firmemente que esa actitud había cambiado totalmente para mí. Recuerdo como si hubiera sido ayer, que luego de participar en una manifestación que recorrió toda la Avenida Petapa hasta el Parque Central, de esas que eran tan abundantes a finales de los años ochenta, una noche me encontré cara a cara con una mujer indígena. Ambas estábamos allí cansadas, sin duda ella más que yo, ambas teníamos quizás la misma edad, ambas compartíamos el mismo territorio, la misma historia nacional, los mismos genes sobre nuestro origen mestizo e indígena, sólo que yo había tenido la “suerte” de nacer en una casa de clase media, con padres medianamente ilustrados, y ella no. Ese día yo sentí que me había nacido la conciencia.
Pero los años pasaron y mucha agua corrió bajo el puente de mi vida. Fueron años de un dolor casi infinito, con algunas escasas alegrías. Años en los que me perdí casi de mí misma, casi del mundo.
Ahora, sin embargo, que estoy volviendo a reencontrarme he tenido que ver muchos de mis rostros ante el espejo. Pocos me han generado tanta vergüenza, tanto dolor, tanto sentimiento de desazón como el verme racista, ser una de esas personas que conformamos ese 92% de guatemaltecos y guatemaltecas que según las estadísticas son racistas en este país. Y, más vergonzoso aún, el decirlo y reconocerlo públicamente, por este medio. Me he debatido entre la cobardía y el autoengaño para tratar de evitarlo y no tener qué disculparme.
Pero no puedo, ni debo. No por mí que he actuado tan mal, sino por aquellos a quienes en mi soberbia he ofendido y humillado sin motivo. Sólo porque estaba equivocada, porque creía de mí algo diferente y mejor a lo que en realidad soy.
He contado para dar este paso fundamental con el apoyo de amigos, de mi hijo menor, de los libros, como siempre. Entre éstos destaca un libro pequeño pero que, por la profundidad de sus enseñanzas, debería ser de cabecera para quienes ya transitamos por la escuela y hemos permanecido con estos prejuicios, y también para quienes aún están en ella. El título, Papá, ¿qué es el racismo?, del autor marroquí Tahar Ben Jelloun, en una edición de Alfaguara con un prólogo de Fernando Savater para la edición en español y uno de Luis de la Barreda Solórzano para la mexicana. Es tan importante este tema, que incluso la traductora Malika Embarek López ha dejado plasmado su comentario.
Y entonces me surge también una enorme duda que tiene qué ver no sólo ya con mi actuación personal sino con la de muchos de nosotros como sociedad. ¿Qué país sería Guatemala si no existiera el racismo? ¿Si en lugar del 92% de racistas, tuviéramos sólo el 8%, o quizá ninguno? ¿Tiene el racismo qué ver, como creo, con nuestra concepción para resolver, apoyar o no ciertos procesos legales, sociales, políticos y económicos que se dan?
Repito, ¿cómo sería Guatemala si no fuéramos racistas?
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