Lo hemos absorbido como esponjas y estamos hasta el cuello. Cuando cayó el Muro de Berlín, el horizonte que se despejó en todas direcciones fue el hedonismo. Las ideologías se redujeron a esa fantástica utopía de consumir un deseo tras otro, ya sea al contado o en visacuotas. La maravilla de consumir sin empacharse. Negar el derecho a consumir es como negar un derecho universal. Bien dice Zygmunt Bauman en una entrevista: «Sea cual sea tu rol en la sociedad, todas las ideas de felicidad siembre acaban en una tienda».
Al sumergirnos en esa búsqueda infinita de satisfacciones pasajeras, nos hemos ecualizado como consumidores a pesar de que la zanja de la desigualdad es cada vez más ancha. El capitalismo falsamente nos ilusiona con la idea de que es posible subir de clase social cuando la realidad es que, cuando algunos lo logran, es por medio de la explotación o la corrupción que el mismo sistema propicia o, más recientemente, por el narco. Claro que hay historias de éxito emprendedor, pero son excepciones a la norma, tal vez por pequeños nichos del mercado que —aún— no han sido tomados por algún monopolio. Dichos ejemplos son los que suelen aparecer en las presentaciones de las clases de administración de empresas o en motivadoras TED Talks y que perpetúan la idea de la democracia del capital cuando es la dictadura más globalizada y negada actualmente.
Es un falacia autocomplaciente pensar que con mente de consumidor podremos salvar el medio ambiente, elegir políticos éticamente comprometidos, practicar una fe en una megaiglesia, encontrar compañero o compañera de vida más allá de las buenas, ser felices. Incluso, aquello de cambiar el mundo, que antes era tarea de los jóvenes, ahora es una noble empresa más endosada a los consumidores que somos todos y todas. «Dejar de adquirir es dejar de ser», apunta atinadamente uno de los enunciados del Manual de codicia, de Brontis Jodorowsky.
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Mientras las empresas quedan impunes y hasta bien vistas por realizar obras bienintencionadas y los políticos evitan regular a toda costa el capital, los consumidores no tenemos pretexto para no tomar conciencia por ser incongruentes, por no asumir la casi entera responsabilidad de esos daños colaterales del sistema que están mandando todo al carajo.
¿Cómo comprender las etiquetas de los productos cuando están escritas de forma confusa y engañosa? ¿Cómo poder comprar orgánico, vegano o de mercado justo cuando generalmente estas opciones son más caras? ¿Cómo dejar de consumir compulsivamente cuando los anuncios nos encandilan con sus luces de neón?
Y sí. De hecho, sí podríamos vivir mejor consumiendo de una forma más inteligente y moderada, pero tampoco es suficiente. Es una época en la cual las causas también se viven como en un centro comercial (unas eligen el medio ambiente y el feminismo, otros el maltrato animal y el laicismo). Allá al fondo de este pasillo sin fin de supermercado continúa vigente la lucha de clases, y hasta que no se lleven allí la discusión y todo el esfuerzo de cambio seguiremos dispersos, tratando vanamente de complacer deseos efímeros mientras dure el planeta en oferta.
«¡Paren el mundo, que me quiero bajar!», gritamos de vez en vez, pero luego como que no quisiéramos perder la ficha que gastamos, así que seguimos dando vueltas pensando que no hay otra forma en la que este mundo pueda girar.
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