En la asunción del presidente anterior, Jimmy Morales, en 2016, la población tenía grandes expectativas. Se venía de grandes manifestaciones (urbanas, clasemedieras, sin propuesta real de transformación, debe aclararse) que habían dado la sensación de cierto poder popular. Con el binomio presidencial de Pérez Molina y Baldetti preso, se podía creer que había comenzado una auténtica lucha contra la corrupción. Los cuatro años de mandato del ahora saliente excomediante mostraron que no era así. De todos modos, las expectativas de entonces eran muchas y, dado que el Gobierno de Estados Unidos, con Barack Obama a la cabeza, mantenía un discurso de modernización y transparencia para los países centroamericanos, todo conducía a albergar esperanzas.
Hoy día, 2020, no parece haber ninguna esperanza. Los recién celebrados 23 años de la firma de los acuerdos de paz pasaron sin pena ni gloria. El mismo flamante presidente Giammattei informó que no se han cumplido. En cuanto al expresidente Morales, que prometió trabajar contra la corrupción, prácticamente lo único que hizo en su administración fue ver cómo se sacaba de encima a la Cicig. Rodeado de militares vinculados a la contrainsurgencia y con nexos con el crimen organizado, para mucha gente el recién terminado fue el período presidencial más desastroso desde el retorno de la llamada democracia. Explicar el descalabro en el que queda el país —no muy distinto al que reinó siempre, debe enfatizarse— solo con el etilismo episódico agudo del ahora expresidente no es suficiente. Responde a una cuestión absolutamente político-ideológica. En estos cuatro años de gobierno del FCN-Nación se retrocedió en muchos aspectos. Como siempre, el único sector que prosperó fue el alto empresariado y la nueva oligarquía hecha a la sombra de negocios non sanctos. Corrupción e impunidad, definitivamente, siguieron siendo los motores que impulsaron esa prosperidad.
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«Yo no quiero ser reconocido como un hijo de puta más en la historia de este país», decía Giammattei en su campaña proselitista. ¿Eso abre esperanzas? No pasa de la pura pirotecnia verbal, tan cara a los políticos antes de las elecciones. Incluso, el flamante mandatorio anunció que se van a revisar varios de los acuerdos del gobierno saliente. No está claro cuáles serían con exactitud, pero podría tratarse del firmado con Washington que transforma a Guatemala en depósito de migrantes irregulares y quizá el de los bochornosos nombramientos hechos a última hora en la Cancillería.
Su caballito de batalla está dado —nominalmente al menos— por el combate de la corrupción y la desnutrición. En su discurso de toma de posesión prometió resultados visibles en el corto plazo en temas tan sensibles como la reducción de la pobreza (60 % de pobres actualmente), desnutrición (primer lugar en Latinoamérica, sexto en el mundo), reformas al sistema educativo (la segunda inversión más baja en el continente, luego de Haití, con 2.8 % del PIB), aumento de la carga tributaria (prometió llevarla al 14 % del PIB), combate del narcotráfico (se trabajará con militares colombianos en ese aspecto) y la promoción de cuatro iniciativas de ley que presentará próximamente al Congreso para mejorar el clima de negocios favoreciendo inversiones externas.
Giammattei es alguien de derecha, claramente defensor de la libre empresa, conservador en términos ético-sociales (contario al aborto y al matrimonio homosexual), amigo de la mano dura en el tema de la seguridad. No por nada su gabinete está conformado por varios militares ligados al conflicto armado interno y por empresarios representantes de la ideología neoliberal privatista.
¿Qué esperar de este nuevo período que se abre? En términos estructurales, nada nuevo. Quizá haya un discurso —al menos al inicio— de mayor preocupación por los problemas sociales, pero está claro que quienes lo apoyaron fueron básicamente la cúpula empresarial y la embajada de Estados Unidos. Si de ahí vino el visto bueno, se entiende lo que se podrá esperar.
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