Hay que articular la violencia con otros dos conceptos: conflicto y poder. El conflicto es el motor de lo humano. Todo lo que abordamos no es quietud y tranquilidad, sino perpetuo movimiento. Las relaciones humanas son eso: movimiento, choque entre disparidades. La observación del mundo nos enseña que hay diferencias: hombres-mujeres, viejos-jóvenes, ricos-pobres, poderosos-desposeídos. Eso no es natural, biológico ni mandato divino.
Lo humano no es instinto animal: es producto social. Nadie nace violento. La violencia no se explica biológicamente. Es un fenómeno multicausal en el que la dimensión sociohistórica prevalece ante la genética. El conflicto y las relaciones de poder son lo que mueve nuestro mundo. El amor se complementa con el odio. Eso no es instintivo: es producto de la forma en que nos hacemos seres humanos. Si es una construcción, cambia históricamente.
Hay que desechar la idea de la violencia 1) como algo innato y 2) como enfermedad. Todas y todos, sin saberlo, ejercemos violencia.
La violencia no es solo física. Esa es la visión estereotipada, tradicional. Hay numerosas formas de violencia: el machismo patriarcal, el racismo, el adultocentrismo, cualquier forma de autoritarismo, la impunidad, el desprecio del otro diferente. Violencia es la manifestación de una asimetría basada en una diferencia injustificable, la expresión de las injusticias en juego en las relaciones humanas. Siguiendo esa línea, debe desconectarse la asimilación de violencia con delincuencia. Violencia no es solo delincuencia. Ese es el repetido discurso de los medios de comunicación con una agenda interesada, y así se excluyen otras formas de violencia tanto o más dañinas que la delincuencia. Ampliemos esa visión y preguntemos por qué hay delincuencia. Eso no lo explica ningún instinto innato: es algo social.
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No hay que identificar violencia con pobreza. La forma extrema de la violencia, la guerra, no la declaran los pobres. Ellos son los que ponen el cuerpo. La manejan (aprovechándola) los poderosos. Violencia hay en todos lados, no solo en la pobreza.
Guatemala tiene una larga historia de violencia. No nace en estos últimos años, cuando aparece el actual demonio: la delincuencia que nos tiene de rodillas, las maras. La violencia es connatural a nuestra historia, con abusos de poder y asimetrías sociales que marcan los siglos. Racismo, machismo, exclusión de grandes mayorías, desprecio por la vida: todo tiene una historia, presente hoy en día en cada acto de violencia. El marero que hoy aparece como malo de la película no se explica por ningún instinto maligno: es una expresión social de esa historia de violencias.
En Guatemala muere más gente de hambre que por hechos criminales. ¿Eso no es una forma de violencia?
¿Cómo enfrentar la violencia? Con más violencia no. La experiencia lo muestra: la violencia engendra más violencia. Oponer el amor a la violencia sin ir más allá de las buenas intenciones no sirve. En nombre del amor (lo que han hecho algunas religiones, por ejemplo) se pueden cometer los peores hechos de violencia. Nadie está obligado a amar a otro, pero sí a respetarlo. La única barrera que se le puede oponer a la violencia es la ley. En otros términos: fijar normas sociales que regulen la vida.
La ley nos aleja del caos, de la violencia. Respetar normas sociales permite vivir en una sociedad. Las leyes no siempre son justas (la propiedad privada es ley; ¿es justa?), pero no se puede vivir sin leyes, sin normativas que ordenen la vida. Las leyes muchas veces justifican y normalizan injusticias. Construir un mundo menos violento es construir un mundo con mayor justicia. Quizá la violencia no se pueda terminar. Siempre habrá hechos de violencia locos: el asesino en serie, el violador, conductas que se explican psicopatológicamente. Pero la violencia a la que hoy asistimos (hambre, racismo, machismo, guerra, impunidad, exclusión, delincuencia) tiene que ver, ante todo, con las injusticias. Prevenir la violencia es achicarle el espacio a las injusticias.
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