Ambos tuvieron que sostener un cartel con el número de su detención y posar para la cámara. Las fotografías de los álbumes de detenidos. Dejaron un registro de sus huellas dactilares y el proceso de identificación terminó.
Los policías redactaron un brevísimo informe sobre la detención. Literatura parca del desencanto. A veces pienso en ellos como los más prolíficos escritores de ficción de esta ciudad. Produciendo historias negras en turnos de veinticuatro por veinticuatro. Máquinas de escribir de ciento cincuenta libras, hablando con acento oriental.
Para adelantar las cosas, me presenté en el juzgado con el Oficial encargado del expediente. Él lleva la agenda de las audiencias. Quería saber a qué hora se realizaría la de los dos detenidos. Buscó en un libro atestado de anotaciones y me dijo que sería en una hora, mientras anotaba con letra pequeña el nombre de los detenidos.
Me senté a esperar. Saqué un libro de la maleta para hacer tiempo. El sitio estaba lleno de madres esperando las audiencias de sus hijos. De sus esposas. En una especie de duelo.
Se estaba llevando a cabo una audiencia por narcotráfico. Habían atrapado unos vendedores minoristas. Iban a medias.
No duró mucho la espera. La audiencia de los expendedores terminó pronto; los dejaron libres. Gritaron con algarabía.
Uno de ellos andaba en muletas. Salieron del juzgado gritando y alabando a Dios, especialmente el hombre de la pierna corta, que brincaba de a pocos por todo el sitio, alzando de vez en cuando las manos en señal de oración. Se abrazaban entre sí. Una fiesta. Olían a sudor. Tenían el pelo grasoso. Seguro pasaron la noche en la carceleta del sótano.
Se interrumpió la celebración. Subieron a mis detenidos. Uno de ellos vivía cerca de la casa de mi madre. Me reconoció pero al momento no dijo nada. Hablaba con familiares y amigos que habían llegado a apoyarlo. También con sus abogados.
Me levanté a preguntar al oficial si la audiencia comenzaría pronto. Uno de los abogados, con el que me he topado en un par de procesos (encuentros que no calificaría precisamente como afortunados, especialmente para él) me miró fijamente, como si me odiase. Me dieron ganas de pellizcarle los cachetes. Tomárselo personal, siendo abogado, es cosa de niños. Sonreí. Tenía otro amigo especial en mi lista, la que anoto en mi libreta de la Hello Kitty.
Esperando al lado de la puerta de la sala de audiencias, el detenido que resultó ser vecino de mi madre se acercó y me dijo “Yo a usted lo conozco”. Yo respondí con una sonrisa.
Era claro, por el tono que usó, que tal afirmación incluía una amenaza. Traducido al buen español era un “yo sé donde vive, yo sé su nombre, yo sé”. El tipo seguía viéndome altivo, junto a su abogado, mi amigo especial. A estas alturas del partido, mostrar miedo por una cosa tan insignificante, es un desperdicio.
Entramos a la sala. El escritorio que ocupa la Fiscalía estaba situado frente al de la Defensa. Es decir, tenía de frente, el rostro de los detenidos y sus abogados. A la derecha, sobre una tarima, al Juez y sus asistentes, en un escritorio donde tenían una diminuta y empolvada bandera de Guatemala.
Tras de mí, una ventana enorme ofrecía una vista a la Plaza de los Derechos Humanos. Un espacio frente a la Corte con algunas jardineras llenas de flores casi muertas y plantas con espinas. Allí, un predicador empezó a rezar, utilizando un megáfono para difundir el mensaje.
Expuse mis argumentos. Si algo puedo resaltar de la carrera que escogí es la emoción. Por ejemplo, la mirada incisiva de los detenidos hace que mis niveles de adrenalina estallen.
Una audiencia es lo más cerca que he estado de una batalla romana. Y ese día tenía el punto de ignición bastante fácil. El caso lo sabía de memoria y así lo expuse. Un relato aterrador sobre cómo se vende una persona, como si fuera un perro de pedigrí.
Afuera, el predicador pegaba gritos desgarradores. Aquello se convirtió, lentamente, en una escena de Tarantino.
Los detenidos contestaban agresivos. Los abogados expusieron su diatriba. Jamás dejé de mirarlos a los ojos. Como nunca se quita la vista del rival en la batalla.
Mientras todo eso pasaba, el predicador gritaba “Perdoooooón. Oh Dios Pequeeeé”.
Pedí que les iniciaran proceso por tres delitos graves relacionados con delincuencia organizada. El juez resolvió conforme lo que yo le pedí. La defensa no tuvo éxito. Tampoco tenían muchas esperanzas, dada la extensa investigación de la Fiscalía. Dos años recolectando pruebas.
El abogado del detenido, mi amigo especial, tenía más motivos para quererme. Lindo.
El juez se retiró del recinto. Dejé que la parte contraria saliera primero. El predicador ahora cantaba. Las ventanas estaban sucias. Producían un efecto, como si fuesen siempre las cuatro de la tarde. Pero era mediodía. Los autos pasaban sobre la avenida sin clemencia. Las flores marchitas de la plaza se terminaban de insolar.
Salí. Afuera de la sala de audiencias estaban los familiares de los detenidos. Lucían preocupados. Cualquiera en su lugar lo estaría.
El hombre que me decía conocerme había guardado su actitud altiva. Tenía la cabeza gacha. El abogado desapareció.
Creo que se enteraron: en realidad no me conocían. Pero me conocieron en la audiencia y eso me basta.
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