Es un poco como estar en uno de esos comerciales de Coca-Cola que se transmiten en el cine antes de empezar la película, con el hincha que solo encuentra entrada para estar de pie en medio de la barra contraria.
Sin embargo, aquí estoy, en un fantástico bar de la zona 1, con el codo pegado a la barra, apurando una cerveza oscura para compensar. Cuando llego, el concierto lleva un par de horas de atraso por cortesía de la Policía, que pretende allanar sin una orden judicial. El océano de playeras negras tiene la forma de una audiencia de todas las edades adultas, incluyendo las glorias de la escena del rock local.
Y el concierto arranca. La banda tiene un enorme equilibrio: el escenario, la iluminación y la coreografía han sido bien preparados. Y la audiencia es un océano de playeras negras en calma, sentada cómodamente con sus bebidas y que aplaude de manera educada —tal vez excesivamente— al final de cada canción.
En contados casos alguien mueve la cabeza imitando un headbanging. Y esos mismos contados casos repiten las letras de las canciones. La temperatura sube un poco con Iron Man y Heaven and Hell, pero, por lo demás, esa fue una de las noches más tranquilas de heavy metal que recuerde en largo tiempo.
He visto imágenes de un homenaje a Guns N' Roses con la audiencia bailando y cantando, con la misma banda —diferente escenografía— y en el mismo local. Y la diferencia se da, en parte, porque Black Sabbath nos queda lejos en el tiempo. Han pasado más de 40 años desde que Tommy Iommi inventó el sonido que dio origen al metal. Los Sabbath que están en gira ahora mismo son unos ancianos como los mismos Rolling Stones. Como lo sería Jim Morrison si estuviera vivo. Se entiende entonces que no todos puedan repetir NIB, con aquello de:
Look into my eyes. You’ll see who I am.
My name is Lucifer. Please take my hand…
Y hay que admitir que en muchas de las letras de Black Sabbath hay todavía un tabú sobre el satanismo nunca bien disimulado. Sin embargo, cuando el guitarrista Lydian Gray toma la palabra para agradecer a la banda y a los asistentes, ha corrido ya tanto licor en el océano en calma —aguas inestables— que alguien en la audiencia aprovecha para maldecir la política cultural del alcalde y al alcalde. Pero las palabras del guitarrista toman un rumbo para mí inesperado: pedir unidad al movimiento del metal. Unidad y también menos crítica destructiva para quien monta una serie de conciertos homenaje.
Un concierto homenaje no puede perjudicar jamás a una escena local que produce con calidad y abre otros espacios para un género que encuentra su casa en Frecuencia Clandestina, el programa de Radio Universidad. A lo lejos me viene el recuerdo de una tarde en la plaza Belmonte, en Quito, con algunas bandas de la escena local, a finales de los años 90. Las cosas han cambiado un poco. Yo ya no estoy en mis veinte, y mi columna enferma no resistiría una rueda de buen mosh. Pero se agradece una buena noche que cierra con Paranoid. Y todo esto, muy cerca del aniversario de la muerte de Ronnie James Dio.
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