Cambio esta palabra, muevo la otra, veo que el reloj avanza y me rindo: no estoy en control, nunca lo he estado y ellas, las palabras, son capaces de decir aquello que jamás pretendí decir.
No hay identidad entre lo que quiero decir y estos párrafos que hoy lees. Cada letra escrita me borra de alguna manera, me contradice o está esperando para hacerlo. La fuga del significado es constante, se me escapa como agua entre los dedos. Quizás sea porque las palabras no están bien cerradas, así como los grifos que gotean sin que nadie los note. Y, en esa hendidura, se abre también la posibilidad del juego más serio de todos, el de escribir sopesando la imposibilidad de la comunicación y la comprensión.
Veo con envidia a quienes comunican con seguridad. Imagino que no se sienten traicionados por sus palabras. Para mí, escribir ha sido siempre un borrarse. Más bien, he sentido que son las palabras las que me escriben e inventan, que no es sino otra manera de decir que me destruyen y suplantan. Escribo del puro desbordamiento, ya sea porque algo pide ayuda para salir o una brillante intuición me embarga hasta poseerme. En ambos casos siento que es algo ajeno que me susurra, alguien extraño quien me dicta. Por ello, cada vez que termino un texto escruto mi nombre con sospecha. No he sido yo, pienso. De alguna manera, esta inseguridad insalvable juega a mi favor, sobre todo cuando veo una certeza y digo: no me lo creo, voy a esperar un ratito nomás. Y quizá por eso persisto en escribir textos que titubean, con autorías que tiemblan, como el indescifrable Pessoa que se oculta detrás de Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Bernando Soares, Ricardo Reis. Yo soy un gran titubeo o quisiera poder decir, con Álvaro de Campos, «No soy nada/Nunca seré nada/No puedo querer ser nada».
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En este sentido, mi escritura es una exploración sin afán de proselitismo o posicionamiento. Entiendo que muchas veces es inevitable, pues resulta imposible escribir desde ningún lugar, así que me coloco a favor de la democracia y en contra del conservadurismo, incluso si ello requiere un posicionamiento partidario, apremiante y riesgoso. Y entiendo que es necesario porque ambas posturas amplían las posibilidades de ser, abren un abanico de potencialidades en donde radica la esperanza, toda esperanza. Sobre todo, para quienes están en desventaja y para los que están por venir. La esperanza de una justicia diferente, una justicia más justa. Pero como me es desconocida, como es una justicia que aún no puedo pensar, escribo. Exploración de lo extraño, explosión de mi ser.
Escribo con extrañeza, sabiendo que es inútil hacerlo, pero insoportable prescindir de ello. Pero también desde lo extraño, lo que me es ajeno. Por eso escribo sobre mí y sobre ti, porque no logro esa ansiada unidad que parece todo contener consigo mismo. Contigo ni conmigo. No logro una identidad, una identificación, un grifo cerrado. Pero es que ello implicaría renunciar a lo que ya se marchó o nunca ocurrió, pero sigue aquí de alguna manera. En otras palabras, a lo que está desajustado.
Calzo unos zapatos viejos que no me quedan, pantalones que no cierran, camisas con hoyos en los que me fugo. Escribo incómodo, apretado ante las exigencias de este espacio. Un espacio inadecuado para escribir sobre éstas y otras incomodidades, un espacio en donde los lectores esperan algo concreto, un análisis y no un circunloquio. Pero aquí me quedo, en esta rendija, que a veces es un abismo o un hogar, de personas que no cierran, de los raritos, inadaptados. En esta rendija desencajada encajamos.
Sobre eso escribo, sobre lo que no sé, sobre lo que no entiendo y por ello muchas veces pedirme claridad es pedirme algo que no tengo, es pedirme demasiado. Escribo sobre esos miles de grifos ignorados, escribo con palabras que me pesan y persiguen, porque tienen vida propia. Y hasta ahora entiendo que necesito dejar de entender, que requiero acondicionar mi interior y dejar de ansiar algo similar a la comprensión que opera justamente ajustando, cerrando.
Necesitamos otra manera de pensar, una para pensar lo impensable.
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