Nosotros, generación 1946-1964, vivimos momentos históricos y no pocas veces cruentos. A nivel internacional supimos —a través de las noticias— de la guerra de Vietnam, del asesinato de líderes como Martin Luther King y de la llegada del ser humano a la Luna. Y a nivel nacional (en Guatemala) vivimos la Contrarrevolución, sufrimos el impacto de la Guerra Fría, estuvimos al tanto del inicio y el desarrollo del conflicto armado interno y de sucesos naturales tan terribles como el terremoto de San Gilberto, acaecido en febrero de 1976. También fue la época en que los caleidoscopios aparecieron en nuestros pueblos como una novedad.
Los caleidoscopios, entonces (y a falta de televisión), nos permitían transportarnos a un cosmos irreal donde formas y colores diferentes nos alejaban de aquel mundo alocado. Allí nos sentíamos a gusto.
Hace cuatro días tuve la experiencia de vivenciar una especie de caleidoscopio natural donde los espejos y los cristales fueron sustituidos por dos lustradores (uno adulto y el otro niño), mi persona y el entorno.
Fue en el parque de la ciudad de Cobán. Le pedí al lustrador adulto que me limpiara los zapatos y me sentí desmedido (porque yo limpio a diario mi calzado). Me embargó cierta inquietud y traté de mirar hacia otro lado. Levanté la vista y solo fue para encontrarme cara a cara con la cruz cristiana que signa la catedral de Santo Domingo, esa cruz que nos recuerda a los católicos nuestra finitud en la vertiente del tiempo.
El hombre notó mi desasosiego. Me preguntó si esperaba a alguien y le dije que no. Entablamos un diálogo entonces. Me contó que hace muchos años él había sido alcohólico y que, aunque había dejado el vicio, no había podido recuperarse económicamente. No obstante, me aseguró que tenía tranquilidad de conciencia. Hablamos después —a petición de él— de la enorme torre del campanario de la catedral. Le conté que esa torre y el frontispicio del templo han estado allí desde 1556-1560 gracias a la inteligencia, obra y labor de fray Francisco de Viana y fray Lucas Gallego, dos arquitectos dominicos de Úbeda que construyeron no solo dichas edificaciones, sino también el enorme convento de San Juan Chamelco, el puente San Vicente (antigua entrada o salida de Cobán), el puente del Arco (la entrada o salida opuesta) y otras cimentaciones que perduraron en el tiempo.
[frasepzp1]
En la banca contigua estaba el niño lustrador esperando la llegada de algún cliente. De inmediato lo procuraron dos personas: un señor de unos 40 años y su hijo de aproximadamente 7. Los niños comenzaron a platicar y, cuando se despidieron, lo hicieron como si fuesen amigos de algún tiempo atrás, tanto así que acordaron encontrarse al día siguiente y el padre del niño les ofreció llevarlos a tomar una refacción. Volví a mirar la cruz y expresé mi más ferviente deseo por que ese propósito se cumpliera.
El tiempo había transcurrido y mis zapatos aún no estaban limpios. Me di cuenta de la causa: el señor que me atendía tenía fija su atención en el entorno de la banca vecina. Dio los últimos toques a mis zapatos y, cuando le pagué, se puso de pie, erguido como la catedral y firme como el campanario. Así se despidió. No quiso aceptarme un apretón de manos porque me dijo que tenía las suyas llenas de betún (lo cual era cierto), pero sí accedió a que lo abrazara.
Antes de que yo comenzara a caminar, me dijo: «Esto —señaló el lugar donde los niños dialogaron— no sucede todos los días, y de la historia de la catedral mi abuelo me contó cuando yo era niño».
Me sentí a gusto, como en un caleidoscopio natural donde la certeza de que todo hombre es mi hermano tenía cabida.
Empezó a llover y el arco de la luz desapareció detrás de las montañas que rodean la ciudad de Cobán. El reloj marcaba las 17:30 horas del 4 de octubre de 2019.
Más de este autor