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Un mesa moribunda sobrevive entre los escombros de una de las 58 casas arrasadas después del desalojo de la comunidad Nuevo Chicoyou, Cobán, el miércoles 07 de septiembre. Simone Dalmasso

Un cuarto diminuto para 20 personas: la vida después del desalojo

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Un cuarto diminuto para 20 personas: la vida después del desalojo

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A esta comunidad la desalojaron en medio del invierno. Pese a que las autoridades prometieron no sacarlas hasta reubicarlas en un nuevo terreno, los habitantes de El Nuevo Chicoyou ahora viven dispersos y algunos hacinados en pequeños cuartos que pagan entre todos. Su pobreza incrementó sin que haya una salida a su crisis habitacional.

Canela, una perrita mestiza de pelo blanco empolvado y tieso se mueve con miedo en una montaña desolada donde solo queda el rastro de lo que hace unos días era la comunidad El Nuevo Chicoyou, ubicada en Cobán, Alta Verapaz, un departamento al norte de Guatemala.

El 31 de agosto la Policía Nacional Civil (PNC), desalojó de este cerro a 58 familias que hace tres años se instalaron en las laderas de un terreno que el ejército de Guatemala reclama como suyo.

Entre las familias estaba la de Lourdes Pop, una mujer de 33 años, madre soltera de una niña de 12 años y de un niño de 8 años, que también tiene a su cargo el cuidado de su madre de 70 años. Ella mantiene a la familia con trabajos informales, como lavar y planchar ropa ajena, recoger leña y venderla. Al no tener donde vivir, en 2020 decidió unirse al grupo que tomaría la finca y se instaló allí con la expectativa de que el gobierno les permitiera comprar el terreno para legalizar su situación. Pasó lo contrario.

«Destartalaron todo, lo tiraron a la calle y nos dejaron sin nada. Incluso se robaron nuestras cositas porque no nos dio tiempo de sacar todo», contó Pop entre lágrimas. Estaba parada frente el terreno lodoso donde una semana antes vivía con su familia.

El área en disputa estuvo abandonada por años. Fue hasta el desalojo que el ejército le prestó atención y barrió con todo, incluso con las flores del patio de Lourdes.

Las casi 200 personas que componían esta aldea nómada sabían que sus días en esa área estaban contados, que un desalojo era inminente, pero como Pop, se quedaron porque no tenían a dónde ir y porque después de meses de participar en una mesa interinstitucional de diálogo de la Comisión Presidencial por la Paz y los Derechos Humanos (Copadeh), creada por el gobierno de Alejandro Giammattei, el Fondo de Tierras les dio la opción de buscar una finca para reubicarlos, y que las familias tuvieran la opción de comprar un espacio de terreno. Aceptaron e hicieron una petición.

La comunidad solicitó al Ministerio de la Defensa que no los desalojara hasta que tuvieran otro lugar a dónde ir. Esto se discutió en las mesas de diálogo y quedó documentado. Sin embargo, el ejército nunca firmó el acuerdo y la población se quedó en el aire.

A la gente de El Nuevo Chicoyou el desalojo los sorprendió, nunca fueron notificados y en cuestión de horas se quedaron en la calle. Todo ocurrió tan rápido que no les dio tiempo para sacar todas sus pertenencias y en el camino perdieron a sus animales. Atrás dejaron sus casas de lámina, nylon, y en los mejores casos, de madera.

Una semana después del operativo, el ejército cortó hasta las flores que la comunidad sembró y taló árboles para reforestar el área. La aldea quedó reducida a un escenario abandonado, con grandes bloques de basura donde personas ajenas a la aldea llegaban a buscar chatarra.

Mientras ve cómo El Nuevo Chicoyou queda reducido a escombros, Pop reclama que Copadeh les aseguró encontrar una solución, que para eso participaban en las mesas de diálogo y que solo les faltaba que el Ministerio de la Defensa firmara el compromiso de no desalojo.

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«La gente se sigue aprovechando de nosotros, los campesinos, porque no tenemos estudios; pero ellos comen por nosotros porque nosotros cosechamos y trabajamos y ellos siguen haciendo lo que quieren con nuestras familias», se lamentó la madre soltera.

El día del desalojo, entre la lluvia y la escasez, Pop encontró que una vecina en otra aldea le alquilara un cuarto bajo la promesa de pagar a fin de mes. Con el poco dinero que tenía pagó un flete para mover sus pertenencias, entre ellas las láminas y parales con las que construyó su casa. No pudo llevarse todo en un solo viaje, y cuando volvió, alguien ya se había robado lo que dejó.

La finca del ejército

En enero de 2020, después de organizarse entre vecinos, las 58 familias que hasta esa fecha vivían dispersos en casas alquiladas y de otras familias, se instalaron en el área. Las familias eran parte de un grupo de desplazados por el conflicto armado interno, que creció en los alrededores de Cobán, Alta Verapaz.

Un mes después de tomar el terreno, el ejército los denunció por usurpación y el juzgado segundo de Alta Verapaz emitió una orden de desalojo. El operativo quedó detenido durante casi dos años porque la Corte de Constitucionalidad otorgó un amparo provisional y ordenó que no fueran sacados de ese espacio hasta que resolvieran de forma definitiva. Eso detuvo su salida por unos meses.

La tensa calma cambió el 31 de agosto de 2022, cuando cientos de agentes de la Policía Nacional Civil (PNC) rodearon el pueblo, ubicado a diez minutos del casco urbano de Cobán, Alta Verapaz. Sin previo aviso le dieron a la gente 45 minutos para que sacaran sus pertenencias y deshicieron sus casas para desalojar el área. Hubo confusión en la comunidad, trataron de dialogar, querían una explicación.

Dos meses antes, el 2 de junio de 2022, los representantes de la comunidad y de Unión Verapacense de Organizaciones Campesinas (UVOC), organización que los acompaña, pidieron llegar a un acuerdo para que las familias permanecieran en el área mientras se lograba su reocupación en otro terreno. Para esa fecha ya había una orden de desalojo en su contra. El cerro en disputa está a nombre del Ministerio de la Defensa, que presentó una denuncia contra la comunidad por usurpación.

Los registros públicos más antiguos identifican a Alan Maxwell Hempstead Dieseldorff, como el primer dueño, quien utilizó la tierra para la producción de café hasta 1981, cuando vendió al ejército una desmembración para que se construyera allí el Área Militar 21, un destacamento del Ministerio de la Defensa, donde en 2012 fueron encontradas en una fosa las osamentas de 565 personas, convirtiéndose en un cementerio clandestino de víctimas de la guerra interna en Guatemala.

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Entre las 58 familias que componen El Nuevo Chicoyou, hay hijos y nietos de mozos colonos, como se les llama a quienes trabajaban para el propietario de una finca y como pago reciben una parcela para cultivar sus alimentos. Hay otras familias que no fueron parte de este sistema pero que decidieron instalarse en el terreno porque no tenían otro lugar a dónde ir.

La comunidad, en conjunto, reclama tener el derecho ancestral de poseer esas tierras. Sin embargo, a la fecha, no hay una demanda colectiva que permita que la situación de El Nuevo Chicoyou se dispute en el ámbito legal.

Tampoco parece haber una respuesta a mediano o corto plazo. Pese a que en los documentos de las mesas de trabajo, el Fondo de Tierras aparece dando opciones a la población para adquirir una finca, en una consulta hecha por Plaza Pública, la institución respondió que no tiene un expediente abierto a favor de El Nuevo Chicoyou.

El Ministerio de la Defensa respondió a Plaza Pública que nunca recibió un proyecto o borrador, ni ha participado en ninguna reunión para dicho documento. Sin embargo, documentos de Copadeh describen que aunque la institución dijo que no participarían en las mesas de diálogo, uno de sus representantes estuvo presente.

Copadeh, entidad que tomó dos semanas para responder, dijo que recibieron el caso en 2021 como resultado de una reunión realizada entre Guillermo Castillo, vicepresidente de Guatemala, y Unión Verapacense de Organizaciones Campesinas (UVOC), que acompaña a las familias, y que coordinó las mesas de diálogo. No menciona que no tuvieron ningún resultado y tampoco si le darán seguimiento a la situación de El Nuevo Chicoyou.

Mientras tanto, el pueblo dejó de existir y las familias afectadas están a la deriva.

Sin un hogar

José Emilio Cú Pop, tiene 39 años y tres hijos. Vivía en El Nuevo Chicoyou en una casa hecha de lámina y nylon. Al ser desalojado pasó tres días en la calle junto a su familia, refugiados de la lluvia bajo un pedazo de plástico. La intensidad del clima lo llevó a alquilar un cuarto en un pueblo cercano. Pero no solo para él y su esposa, sino para otras tres familias más.

Cú comparte una habitación de cinco por seis metros con más de una docena de niñas y niños que se dividen el único colchón que hay en el espacio. Los mayores duermen en el suelo. El lugar donde vive no se puede llamar hogar. Es un cuarto frío de piso de tierra, techo de lámina agujereada y paredes de madera vieja donde juegan y gritan las niñas y niños, que de un momento a otro perdieron su casa y ahora preguntan cuándo volverán.

El día que Plaza Público les visitó, una pareja estaba en la puerta de la casa cortando pelo a Ana Patricia Cú, hermana de José Emilio. La pareja les ofrecía 50 quetzales por un mechón de al menos 10 centímetros de espesor y 15 centímetros de largo. Luego de Ana siguió su hija de 11 años, quien con una mirada triste agachó la cabeza para entregar una parte de su cabellera.

«Si no tuviéramos necesidad, no lo haríamos», dijo Ana Cú. Los 100 quetzales que consiguió ese día le servirían para garantizar la comida de al menos 20 personas que viven en la misma habitación. Pero eso solo duraría unos días.

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A casi un mes del desalojo, los pobladores de El Nuevo Chicoyou siguen sin tener un lugar donde vivir y no han recibido comunicación de la Comisión Presidencial por la Paz y los Derechos Humanos, ni del Fondo de Tierras. No hay ninguna institución pública que le esté dando seguimiento a su situación.

Un informe de la Procuraduría de Derechos Humanos (PDH), reveló que los desalojos forzados agravan los problemas de pobreza y desnutrición, especialmente en zonas rurales y pueblos indígenas. En ese sentido, señala la institución, el Estado de Guatemala tiene la obligación de tomar medidas de protección contra los desplazamientos de personas indígenas, minorías, campesinos y otros grupos que experimentan dependencia especial a su tierra.

Los efectos de estos desalojos pueden ser desde migración interna hasta desplazamientos forzados internos, de acuerdo con Ana Eugenia Paredes, investigadora del Departamento de Estudios sobre Dinámicas Globales y Territoriales de la Universidad Rafael Landívar.

«Los desalojos son el mejor ejemplo de cómo instituciones públicas o privadas pueden forzar a la población a salir de sus territorios de orígen. El Estado debería garantizar condiciones de reasentamiento para las personas, pero las instituciones no les garantizan un espacio alternativo», dijo Paredes.

Según estadísticas de la Policía Nacional Civil, en los últimos siete años, al igual que esta comunidad, otras 15 han sido desalojadas en todo Alta Verapaz. A nivel nacional esa cifra se extiende a 116 comunidades. Sin embargo, esos números se multiplican al contar el número de familias afectadas.

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