Para quienes como yo recordamos con pánico el terremoto de 1976, cada vez que sentimos un sismo de cierta magnitud, de nuevo experimentamos esa sensación de pavor que aquel nos provocó. Era una niña y aunque ni mi casa ni las que estaban alrededor sufrieron mayores daños, sí pude ver directamente la devastación que un sismo como el de este miércoles pasado, puede causar.
Por esos días de febrero del 76, con mi mamá visitamos a mi madrina cuya casa se había caído. Quedaba en la zona 6 y como la mayoría de construcciones en ese sector, la de ella era de adobe. La familia completa, milagrosamente, se había salvado de morir soterrada. Sin embargo, para llegar a la casa, caminamos entre una serie de calles en cuyo exterior estaban velando a varias personas fallecidas a causa del terremoto, cada una rodeada por cuatro candelas blancas o amarillas, flores puestas sobre o al lado de los cuerpos sin vida. Nada puede hacerme olvidar esas imágenes desesperanzadoras del dolor, en medio de las casas destrozadas, tal como alguna de las imágenes que ahora pudimos observar de los destrozos que se dieron en San Marcos.
Pero no solo me impactaron las imágenes de esos cuerpos acompañándose, como lo hicieron en vida, siendo también vecinos en la muerte, uno a la par del otro (estaban allí pues las funerarias no se dieron abasto para cubrir la demanda de ataúdes). Todavía prevalece en mi memoria ese olor a polvo de las casas caídas, ese olor a flor de muerto, ese olor a candelas quemándose y quizás el olor mismo de los cuerpos sin vida.
Pero, sobre todo, recuerdo el pánico colectivo ante la incertidumbre de saber si se produciría otro sismo pronto.
No sé por qué, en mi nerviosismo, yo creía que si nos íbamos a Chimaltenango, todo estaría mejor. Que allí los temblores no nos alcanzarían. Fue tal mi insistencia, que al fin decidieron llevarme para que mi imaginación desbordada se desengañara: esta ciudad había sido devastada. Apenas si quedaba algo en pie.
Siendo niña tenía mis miedos y fantasías al respecto. Por ejemplo, como durante varios meses dormimos en una champa improvisada en el jardín de la casa, cada vez que había un temblor y yo estaba allí, mi primera reacción era salir corriendo. “¿A dónde vas?”, me decía mi papá, más afirmación que pregunta. “A la calle”, le respondía yo, tratando de zafarme de su mano. “Pero estamos en la calle”, me decía y me quedaba yo entonces quieta, imaginando que de pronto la calle se abriría en dos, y quedaríamos la familia dividida por una enorme zanja cada vez más profunda, como la que mostraban a cada rato por la televisión. Era la falla que atraviesa San Cristóbal, que en ese entonces era un territorio deshabitado.
La solidaridad tampoco se hizo esperar. Desde fuera y desde dentro surgió la ayuda. No faltaron quienes se aprovecharon de la situación y se quedaron con las cosas (tiendas de campaña, medicinas, ropa, víveres) y no las distribuyeron entre los más necesitados. Hubo quiénes a partir de los negocios que hicieron en ese entonces, crearon sus grandes fortunas. Como suele suceder en estos casos, pasada la euforia de la primera ayuda, muchos volvieron a sus ocupaciones y preocupaciones individuales.
Quiero creer que ahora no será así. Que la ayuda llegará a quien tenga realmente necesidad de ella, y que no acabará ante la primera nueva coyuntura que se presente.
Por mi lado, reconozco que estoy marcada: los temblores de tierra siguen produciéndome la misma sensación de inseguridad, el mismo pánico, el mismo temblor de piernas y los mismos pálpitos en el corazón. Este último del miércoles 7 de noviembre me hizo recordar aquel otro del 76 y de nuevo me sentí como una niña indefensa, deseosa de salir corriendo, incluso volando, o yéndome a algún lugar donde la tierra no se mueva.
Más de este autor