El 22 de enero de 2018 publiqué en este medio un artículo llamado Guatemala: último reducto de las oligarquías criollas y fui muy enfático en dos párrafos al referirme a ciertas élites que se decantan entre la aristocracia del dinero y la aristocracia devenida de (supuestos) rangos nobiliarios.
El primero de esos párrafos dice: «Esa minoría que manda tiene como denominador común la clase social, las condiciones económicas y una sucesión de parentesco. Las cualidades morales y la preparación académica nada valen. Es decir, la ética queda relegada al cajón de la basura porque ni recuerdo hay de ella». El segundo reza: «En Guatemala, la oligarquía que nos ha tocado sufrir es la de los criollos: hijos o descendientes de españoles (con todo lo que ello significa) que, aun después de la mal llamada independencia, no solo se autoproclamaron próceres, sino que ahora, tras bambalinas, siguen gobernando a manera de titiriteros».
Y porfío en ello porque a lo largo de cinco centurias se han adueñado hasta de los partidos políticos de turno y se las han ingeniado para seguir explotando a Guatemala como si fuera su propia finca. Para ellos no existe ley que valga. Creen estar por encima de los poderes del Estado y consideran que, por no ser personas comunes y corrientes (criterio muy de ellos), están exentas de cumplir con los principios que establecen nuestras normas jurídicas.
El gobierno anterior fue un ejemplo de ese mangoneo. Ojalá el actual pueda quitárselos de la nuca. El hecho de haber interrumpido las reformas al Currículo Nacional Base (establecido por la anterior administración) ya dice mucho, pues, como explicité en el segundo párrafo del artículo mencionado, «vale la pena recordar que en ese estamento hay tres niveles que usurpan de manera absoluta: la salud, porque un pueblo sano se defiende y ello para nada les conviene; la educación, porque un pueblo educado progresa y a ellos solamente les interesa la mano de obra medianamente calificada y por lo tanto barata; y las finanzas públicas, porque quien tiene el oro domina al moro».
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Guatemala no puede quedar fuera del transitar de la historia. De tal manera, intentos habrá de detenerla, pero sus resultados serán mínimos, aunque, dicho sea, no inocuos. La relación de sociedades, el intercambio de elementos culturales y todos los cambios que exige la globalización no permiten, a una escala mundial, la corrupción. Pero, en el entretanto, el pataleo puede generar mucha violencia.
Cuando a mí me preguntan cómo hacer frente a ese monstruo, respondo de manera contundente: fomentando la lectura. Los prejuicios que nos impusieron son muchos, y solo con una adecuada ilustración podremos sacudírnoslos. Como ejemplo, hace muchos años una persona a quien yo le tenía mucho respeto me engañó. Me sorprendió en mi buena fe y pagué mucho más del precio justo con relación a ciertos materiales que me vendió. Asústese usted, estimado lector: cuando le reclamé (de la mejor manera posible), me recordó (a manera de intimidación) el supuesto origen noble de su apellido. Así de irrisorio, así de ridículo, pero así de cierto. Y si pachotadas de esa naturaleza suceden en un pueblo pequeño, imagínese todo lo que puede acontecer en un país como el nuestro.
La historia sigue. La estamos viendo pasar y a la vez estamos inmersos en ella. Por esas razones hoy advertimos cómo personajes que otrora eran intocables viven su presente a salto de mata y escondiéndose en oscuros rincones como lo que son: barro de poca calidad y sin un adecuado repello.
Sí. Quiérase o no, estamos en la época del colapso de las aristocracias. La historia les botó su insano revestimiento.
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