Ese día, como signo de los tiempos, celebró la primera liturgia eucarística en el templo de Santo Domingo y la segunda en la catedral metropolitana.
En Santo Domingo dijo: «Alguien puede decir: “Pero, obispo, usted ya se está metiendo en política cuando está hablando de este modo”. Yo digo: “Bueno, depende un poco de lo que usted entiende por política. Si usted por política entiende política de partido, no, no estoy haciendo eso. Y si usted entiende por política la búsqueda del bien común, sí, entonces estoy haciendo política”».
En la catedral declaró: «¿Qué hacer para estar firmes en la fe? Se hace fuerte dando y compartiendo con el prójimo. Siempre he sostenido que este país vive una profunda crisis de cristianismo. ¿Qué hiciste para animarle la fe al que se fue? El mártir es el más grande de los evangelizadores porque con su sangre ha defendido lo que quiere».
Las resonancias no se hicieron esperar. Luego de publicar estos extractos en mi muro de Facebook, hubo dos que por su importancia y con la debida autorización consigno en este artículo.
La primera es de un amigo y colega, el doctor Luis Rodolfo Alvarado Arévalo. Muy puntualmente, él escribió: «Estuve en catedral, y estaba llena. La gente no dejó de aplaudir. El cardenal Ramazzini inició la homilía agradeciendo la presencia de los obispos, sacerdotes, religiosos y fieles católicos, a quienes dijo que seguramente muchos de ellos hacían un sacrificio, pues hubieran querido participar en la marcha conmemorando los 75 años de la revolución de octubre».
La segunda es de la doctora Lucía Tarot Varona, senior lecturer en la Universidad de Santa Clara, California: «Me sentí tan cerca de Guatemala al escuchar su homilía en catedral. Qué emoción tan grande me dio escucharlo hablar con la sencillez de un hombre que ama a su pueblo y con la sabiduría de un verdadero siervo de Dios. Me recordó cuando vivía allá. ¡Dios lo bendiga, cardenal Ramazzini!».
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Destaca en las homilías el derrotero que el papa Francisco ha marcado para América Latina y el mundo. Necesario era porque, incluso en algunos estamentos, sacristía adentro parecía que los aires del Evangelio, del Concilio Vaticano II y de la doctrina social de la Iglesia se habían enrarecido y que ciertas estructuras eclesiales —al paso marcado por lóbregos tamborcitos— habían regresado a los años 50 del siglo pasado.
En una de las homilías, el cardenal Ramazzini puso los puntos sobre las íes en cuanto a esa trillada costumbre de tildar de política cualquier actividad que vaya a la búsqueda del bien común. Cuántas veces nos han tildado de izquierdistas a quienes abogamos por el bienestar de los más desposeídos. Y, como perversidad de perversidades, estas adjetivaciones son dichas, no pocas veces, por personas que no han servido a la Iglesia, pero que sí se han servido de la Iglesia (y con cuchara grande).
Destacan en las resonancias la alegría de la gente, la emoción por la sencillez del nuevo purpurado y el regocijo que provoca el amor por su pueblo. Es decir, la esperanza ha renacido como hojas verdes entre tierra seca y piedras agostadas.
Ha de recordarse que el papa Juan XXIII, en su discurso de apertura del Concilio Vaticano II (jueves 11 de octubre de 1962), dijo, con relación a su origen y causa: «Fue un toque inesperado, un rayo de luz de lo alto, una gran dulzura en los ojos y en el corazón; pero, al mismo tiempo, un fervor, un gran fervor que se despertó repentinamente por todo el mundo, en espera de la celebración del Concilio».
Pero ese fervor se había extraviado, esa dulzura había dado paso a la amargura y la luz parecía haber sido tragada por la oscuridad. Y ahora están de vuelta. El papa Francisco y quienes junto con él trabajan por la instauración del reino de Dios en el aquí y ahora del mundo (monseñor Ramazzini entre ellos) los han traído al recordarnos que el Concilio Vaticano II y la doctrina social de la Iglesia están vigentes.
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