Diez días tuvieron que transcurrir para que se solucionara parcialmente la crisis del transporte, y no puede uno sino quedar pasmado ante las concesiones habidas para lograrlo: escasas franjas de tiempo que bien pudieron otorgarse en las primeras horas del conflicto.
La tendencia de los seres humanos en un momento de calamidad es la actitud de congregación que lleva implícito buscar salidas, vincular la habilidad de negociación con las presiones económicas, de masa, legales y otras para evitar las consecuencias, pero en Guatemala o lo hacemos en vía contraria o esperamos llegar al límite para acomodarnos a dicha predisposición. Y solo para lograr soluciones parciales.
Históricamente, las crisis han puesto al desnudo la realidad de nuestros gobiernos y las condiciones del Estado en su momento. Como muestra, las epidemias de cólera morbus provocaron la caída del gobierno de Mariano Gálvez, y un repunte de la enfermedad segó la vida —ironía de ironías— de la esposa de Rafael Carrera. El terremoto de San Gilberto, acaecido en 1976, puso en el tapete las circunstancias que se vivían durante el gobierno de Kjell Eugenio Laugerud García (aunque su respuesta ante la catástrofe fue encomiable), y años después otra impronta de cólera fue la víspera de lo que sería el desastre del gobierno de Jorge Serrano Elías.
Hoy, la crisis del transporte —en su cabal contexto— está desnudando a muchos gobiernos municipales y al gobierno de Jimmy Morales, si bien solo es el colofón de incapacidades previas, el resultado de la improvisación y el iceberg de la corrupción que subyace entre nosotros desde hace muchos años.
Como ejemplo, Guatemala no tiene capacidad de respuesta. Basta con que un vehículo sufra una avería en la ruta al Atlántico para que el tráfico colapse por ocho horas cuando bien va. Ha habido ocasiones en que los accidentes entre Sanarate y El Rancho han provocado 12 horas de parqueo gratis, con derecho al asedio de vendedores de comida insalubre y otros enseres como aparatos domésticos. Pareciera chiste, pero no lo es.
¿Y qué decir del tráfico de la ciudad capital? Personas hay que madrugan para llegar a sus lugares de trabajo a las 5 de la mañana y mal dormir dos horas en los parqueos para estar puntuales a la hora de ingreso, o bien para atiborrarse de café y así mal cumplir con sus labores. De no levantarse y salir de su casa en horas que deberían ser de descanso, llegarían a su destino entre 10 y 11 a. m. Esta tragicomedia sucede a diario en la ciudad del futuro, donde, por una actividad religiosa en un megatemplo, personas de todo credo tienen que sufrir y pagar por los pecados de los dichos feligreses con una penitencia de cuatro horas de espera, recalentamiento de los motores de sus vehículos, bocinazos y otros estreses que disminuyen la calidad de vida.
Ni hablar de los claroscuros en torno al Anillo Periférico Metropolitano, la Franja Transversal del Norte, la autopista Guatemala-El Rancho, la carretera del valle del río Polochic y otras vías cuyos inicios se anuncian con bombos y chinchines y pasan decenas de años sin que los trabajos finalicen. El colmo está sucediendo en Alta Verapaz y otros lugares lejanos, donde muchos pobladores están dándoles mantenimiento a sus caminos porque nadie responde por ellos. De no hacerlo, en invierno quedarían aislados.
Algunos tratadistas de teología y moral definen el infierno como la nada. Yo, a guisa de broma, les pediría visitar las calles de nuestras ciudades en las llamadas horas pico, los grandes ejes viales —como la carretera al Atlántico y ciertas rutas al Pacífico— durante un colapso de tráfico y nuestras carreteras rurales durante el invierno. Seguro estoy de que reconsiderarían semejante definición.
Con todo, la estrella de la esperanza nos pide a todos salir de las zonas de repechaje.
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