Hace más o menos 20 años, el gobierno del presidente Arzú implementaba frenéticamente reformas estructurales cuyas insignias eran la privatización, la desconcentración y la búsqueda de la eficiencia y la agilidad de la gestión pública, siguiendo los postulados del denominado Consenso de Washington y el mito, cada vez más desacreditado, de que el sector privado hace siempre mejor las cosas que el sector público. Con estos propósitos se eliminaron controles y se retorcieron las leyes.
Quizá el ejemplo clásico es el del fideicomiso para ejecutar fondos públicos. Se diseñó como un mecanismo ágil de contratación pública que eludiera los controles de la Ley de Contrataciones del Estado. El resultado fueron contrataciones más ágiles, que también resultaron ser autopistas de alta velocidad para la corrupción, cuyas autoridades no son responsables de sus actos.
Otro ejemplo fue la SAT. Nadie discute que las antiguas direcciones de Inspecciones Fiscales, Aduanas y Rentas Internas, dependencias de línea del Ministerio de Finanzas Públicas, estaban plagadas de corrupción y malos manejos. Entonces se predicó que la autonomía y la independencia eran la solución, y así se hizo. Pero el resultado es que la SAT demostró ser tan o más corrupta que sus antecesoras, pero, eso sí, mucho más onerosa y difícil de controlar.
Lo que cada jueves de Cicig nos está demostrando es que buscar soluciones únicamente a través de más independencia, de agilidad en los procesos y de participación privada en los asuntos públicos no es más que mitos cuya aplicación en Guatemala ha alcanzado niveles de perversidad notables. Las investigaciones de la Cicig y del MP demuestran que hay tanta corrupción en el sector privado como en el público y que los focos de corrupción se produjeron donde se suprimieron controles (entidades autónomas y descentralizadas) o en espacios como el financiamiento electoral, en los que el poder económico ilícito compró cuotas de impunidad.
He sostenido que el negocio más pujante en Guatemala es la impunidad: ofrecer en venta la posibilidad de violar la ley sin castigo es una fuente de enriquecimiento ilícito muy caudalosa. La privatización, la desconcentración y la búsqueda de la eficiencia y la agilidad de la gestión pública vía la supresión de los controles y la rendición de cuentas ha sido un negocio fértil para la impunidad en Guatemala.
Por ello es que resultan peligrosas las propuestas para fortalecer autonomías e independencias. ¡E incluso continuar eliminando controles! En noviembre de 2015 el Congreso aprobó una reforma a la Ley de Contrataciones del Estado que sancionó el fraccionamiento y el abuso de las compras directas o por excepción. Hoy las instituciones dicen que si no es fraccionando no pueden abastecerse. Y por ello el Congreso ahora discute una nueva reforma para remover los controles impuestos en noviembre con el pretexto de recuperar la agilidad de las adquisiciones públicas.
Con la discusión de la reforma a la Ley Orgánica de la SAT ocurre algo similar. Pareciera que la opinión pública está más preocupada por la independencia de la entidad que por revisar las normas de probidad y rendición de cuentas de sus autoridades. Más importante que la integración del directorio de esa entidad son las normas de rendición de cuentas, como introducir declaraciones públicas obligatorias de patrimonio y de conflicto de interés.
Estas reflexiones obligan a una pregunta fundamental. ¿Qué es lo que realmente queremos: controles estrictos de transparencia y de rendición de cuentas y sanciones severas a prácticas corruptas o reformas alcahuetas que con el pretexto de la agilidad proponen eliminar controles y sanciones?
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