De hecho, los fastuosos festejos que se tenían preparados para la ocasión debieron suspenderse debido a la crisis sanitaria que está dejando la pandemia de covid-19. ¿Tenemos algo que festejar quienes no tenemos trabajo o que trabajamos en situación de precariedad con los actuales contratos basura? ¿Tenemos algo que festejar los pueblos originarios, olvidados, excluidos, empobrecidos? ¿Qué podríamos festejar quienes tenemos la tremenda dicha de tener un trabajo formal y estamos en planilla si ese magro salario que cobramos no cubre ni de cerca la canasta básica?
Si alguien puede festejar es la oligarquía tradicional, los históricos dueños del país. Son esas familias de abolengo que hace 200 años decidieron separarse de la Corona española para constituirse en Estado-nación independiente. Este grupo podrá festejar. La mayoría popular, ¿festejar qué?
¿Festejar el 12 de octubre, supuesto «Día de la Raza»? (ya no se atreven a decir «del Descubrimiento de América»). ¿Cómo festejar el inicio de la brutal y sanguinaria invasión y conquista del territorio americano? Si alguien todavía puede tener la total desvergüenza, la monumental desfachatez, de decir que los españoles trajeron la civilización a estas tierras hace más de 500 años, hay que condenarlo. ¡No hay absolutamente nada que festejar, sino, por el contrario, se debe evocar lo que sucedió en aquel entonces como el inicio del hundimiento de los pueblos americanos y el comienzo de la globalización capitalista! Por tanto, ¡no hay absolutamente nada que festejar allí! Solo hay que tener claro lo que significó ese 12 de octubre de 1492 y a lo que dio lugar.
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Pero en octubre, más exactamente el día 20, en el año 1944, en Guatemala asistimos a un proceso político social de relevancia: fue el inicio de eso que se llamó la Primavera Democrática. Si bien eso no constituyó una revolución socialista en sentido estricto, significó un fabuloso avance para el pueblo oprimido. Se inició allí un proceso popular, de contenido antiimperialista, con honda preocupación por los históricamente sometidos. De esa cuenta, se dieron importantes cambios en la dinámica nacional: apareció por vez primera un Código del Trabajo, se estableció la seguridad social, se les otorgó el voto a las mujeres, se decretó la autonomía de la universidad pública y, quizá lo más importante, se asistió a una importante reforma agraria, el famoso Decreto 900.
Todo eso es parte de un capitalismo renovador, que no tocó los cimientos mismos del sistema: la propiedad privada de los medios de producción. Pero en la Guatemala de ese entonces, cuando aún se vendían las fincas «con todo lo clavado y plantado, indios incluidos», que había conocido solo dictaduras militares y una perenne dictadura económica de los terratenientes explotadores, las medidas de los gobiernos de Juan José Arévalo primero y de Jacobo Árbenz después significaron una tremenda afrenta.
Quien se sintió especialmente tocada fue la clase dirigente de Estados Unidos por el mal ejemplo que significaba un país envalentonado que le levantaba la voz. Y porque había intereses económicos propios amenazados por las reformas en marcha. De hecho, la United Fruit Company veía diezmada su posibilidad de hacer lo que quisiera en el país cual si este fuese una finca de su propiedad. Todo eso, el descontento de la oligarquía nacional y la furia del imperio, hizo que unos años después, en 1954, derrocaran al gobierno a través de un golpe militar organizado por la CIA en su debut como agencia de espionaje. Luego de devolver las tierras confiscadas a sus antiguos dueños y de ejecutar a una buena cantidad de trabajadores guatemaltecos como castigo ejemplar, se instauró en el país una interminable sucesión de gobiernos militares. Como consecuencia, en los años 60 del pasado siglo se formó la resistencia armada. Devino eso en una sangrienta guerra que le costó muy cara a la gran masa empobrecida: pueblos originarios y pobres urbanos.
Hoy, varias décadas después, si algo podemos celebrar es la lucha de esa primavera de 1944.
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