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«Prevención» en salud mental: una reflexión desde el Psicoanálisis

¿Quién maneja ese confuso campo de la salud/enfermedad mental? Parece que unos cuantos oligopolios farmacéuticos.
Lo que se va a ser en la edad adulta es resultado de una historia que nos constituye, nos da identidad y nos marca con un estilo único e irrepetible.
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«Prevención» en salud mental: una reflexión desde el Psicoanálisis

Historia completa Temas clave
  • En el campo de la salud es posible prevenir enfermedades y para eso existen diversas estrategias de atención primaria. No es lo mismo en la salud mental, pues ahí no es posible prevenir la aparición del malestar.
  • Es imposible prevenir que a veces aparezcan niveles de angustia, o un síntoma de frigidez, o de disfunción eréctil en un joven, o un tic, tartamudez, insomnio, o una idea obsesiva que se repite intolerable, una alucinación esquizofrénica o un caso de celotipia paranoica.
  • Lo que debe prevenirse es que ese malestar quede tapado, obturado por una visión médico-curativa o por invalidantes prejuicios ideológicos, estigmatizado como «locura», silenciándolo con medicamentos, con consejos, con llamados a la «buena voluntad».
  • «Prevenir» significa aquí permitir hablar. De ahí que una política pública de prevención en salud mental debe consistir en generar espacios para la palabra en las comunidades, trabajando los tabúes sobre la «locura».

La salud mental no está encerrada en un consultorio: está en la palabra que permite conocerse y hacerse cargo de sí mismo. Eso, en definitiva, se puede dar en cualquier lado, en las calles, en las plazas públicas, en la comunidad toda.

Salud y Enfermedad Mental

¿Qué es la «enfermedad mental»? Noción difícil, altamente problemática sin dudas. ¿Se emparenta con locura? Sí. Es decir: con aquello que nos saca de «lo aceptado» en términos sociales. «Locura», definitivamente, no es un concepto científico del área de la sanidad sino un posicionamiento ideológico-cultural. Es una forma de estigmatización de lo «raro», lo incomprensible o intolerable para el discurso «normal». Por tanto, siempre relativo, histórico. ¿Quién es el loco? Aquel que se sale del rebaño.

Veamos ejemplos: la homosexualidad se consideraba psicopatológica hasta 1990 según la Organización Mundial de la Salud (OMS), mientras que en Guatemala la violación sexual era perdonada si la víctima mujer aceptaba casarse con su violador, hasta el año 2005 en que se modificó la ley. No hay en todo esto explicación biológica sino marco político-social que lo explique; no estamos ante enfermedades al modo biomédico.

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La idea de «rareza» es algo muy volátil, cambiante, ligado a procesos histórico-sociales y no a degeneraciones celulares o a fallas en los neurotransmisores. Al Psicoanálisis, por ejemplo, se le consideró —y se le sigue considerando— una «rareza» para explicar el sufrimiento humano, ponderándose en un grado superlativo lo que ahora se llaman Neurociencias.

Se le alza esa crítica desde un criterio biomédico; el Psicoanálisis, sin embargo, abre una perspectiva insospechada en esto de la «salud mental», yendo más allá de la Biología. Lo que se quiere destacar es que el campo —amplio, confuso, contradictorio incluso— de lo psi sigue ganado por esa visión médica de sano y enfermo. O más aún, por una valoración ideológica de «integrado» y «desadaptado».

Hablamos de «trastorno psíquico» en relación a aquello que no podemos dominar en el ámbito de lo que es llamado, algo imprecisamente, «mental». Dicho de otro modo: ansiedad, inhibiciones, rasgos «raros» de nuestra personalidad, tics, «mañas» varias, ciertos rituales que podemos tener, los celos, las dudas que nos carcomen, miedos diversos... Ahora bien, ¿cuándo eso pasa a ser «enfermedad»? Menudo problema: según la visión biomédica de la Psiquiatría tradicional, de la que es solidaria también cierta práctica psicológica, siempre.

Obviamente, la vara con que se pretende medir esa normalidad no concuerda con lo pensado por Freud, el fundador del Psicoanálisis. De ahí que asuste/incomode tanto el campo de la salud mental, porque se une inmediatamente a la idea de «discapacidad», de pérdida de la razón, de desadaptación. Y de ahí a hospital psiquiátrico o chaleco de fuerza, un paso. ¿Cómo se desautoriza a una persona? Pues… tratándola de loca.

En 1952, cuando apareció la primera edición del Manual de Psiquiatría en Estados Unidos (el que habitualmente se utiliza en Guatemala, conocido por sus siglas en inglés: DSM, prácticamente «libro sagrado» de quienes se dedican al campo de la salud mental), había 106 «trastornos mentales».

Para el 2013, cuando aparece la quinta edición, había 216. ¿Creció el número de «enfermedades psiquiátricas» (es decir, ¿estamos cada vez más locos?) o creció la avidez de las empresas farmacológicas por vender sus productos? También podría preguntarse de otra manera: ¿Quién maneja ese confuso campo de la salud/enfermedad mental? Parece que unos cuantos oligopolios farmacéuticos.

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Ejemplos de esta labilidad de la normalidad sobran: en nuestro mundo occidental encerramos en un manicomio a quien alucina, pero se acepta normalmente que una mujer virgen pudo concebir un hijo hace 2,000 años atrás. El tatuaje, hace un tiempo, era monopolio de población considerada marginal —hampones, trabajadoras sexuales—, hoy es una moda generalizada.

Hablamos de la no violencia, pero persisten las corridas de toros, las riñas de gallo, las peleas de boxeo…, todo con mucha sangre, y nadie se considera un enfermo sádico por eso. ¿Y la homosexualidad? Se la fustiga, pero las calles están repletas de mujeres transgénero ofreciendo sus servicios para «machos heterosexuales».

¿Entonces? Ahí está la cuestión: la valoración de nuestros comportamientos es siempre relativa. La ilusión es que somos cada uno de nosotros, en primera persona, quienes conscientemente decidimos qué hacer. Aunque la realidad, siempre tozuda por cierto, nos muestra que esas conductas son relativas, que no hay una «normalidad» instintiva, fuera de la historia y la cultura.

Si así lo fuera, ¿por qué se pasa hambre, o hay obesidad, o anorexia, siendo que sobra comida en el mundo para alimentar a toda la población planetaria? Y ni hablar de la sexualidad, talón de Aquiles por excelencia de la humanidad. Hoy, la homosexualidad dejó de ser «enfermedad» psíquica; en la Grecia clásica era un privilegio de los aristócratas varones. Definitivamente: son entramados histórico-sociales lo que deciden nuestra vida «psicológica», nuestra cordura y nuestra enfermedad mental.

Dicho esto, entonces ¿no hay enfermedad mental? Es siempre relativa; la visión eminentemente médico-curativa no alcanza para abarcarla, siendo la que prima, no solo en los planes de salud de los ministerios y en las empresas farmacéuticas que marcan el ritmo en el campo sanitario, sino en la población. La cuestión estriba en cómo nos adaptamos al medio, cómo nos hacemos parte del colectivo. La enorme mayoría, aún con resignación, lo hace, aun soportando y pudiendo manejar satisfactoriamente niveles de angustia, algún que otro síntoma, inhibiciones varias. Eso es estar sano.

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El sujeto construido

En la ciencia epidemiológica se habla de prevención. Muchas de las enfermedades biomédicas se pueden prevenir; en esa lógica se inscribe la atención primaria. Ese es un modelo de salud basado en criterios biológicos, los cuales no alcanzan para entender y actuar en el campo psi, en ese confuso ámbito del malestar espiritual.

A partir de ese paradigma, en la práctica médica siempre está presente la noción de homeostasis. Es decir: la autorregulación del organismo vivo en relación a su medio, la constancia. En otros términos: la idea de un equilibrio funcional. La noción de «conflicto» implica una pérdida de ese equilibrio, una ruptura, un cuerpo extraño —sea un agente externo o interno— que viene a alterar esa estabilidad.

Si algo hace la intervención médica (alopática u homeopática) es lograr mantener esa homeostasis. Lo cual, dicho de otro modo, se podría explicar como «evitar el conflicto»; es decir: minimizar lo mórbido, buscando retornar lo más rápido posible a ese primigenio equilibrio perdido evitando el mayor sufrimiento.

Muchas de las prácticas realizadas en el campo de la salud mental se cimentan en esa concepción biologista y homeostática; pero considerado todo esto desde el punto de vista psicoanalítico, la situación se complica, puesto que ese «conflicto» es parte medular del entramado humano. ¿Qué significa eso?

Desde esta visión psicoanalítica, extraña al ideario médico tradicional —el cual también marca buena parte de las concepciones psicológicas—, se debe hacer una consideración previa para entender por qué la conducta humana es siempre tan complicada, y no se reduce solo a instintos biológicos, a homeostasis.

Para ejemplificar muy rápidamente: piénsese en la infinita cantidad de conductas agresivas que tenemos sin que constituyan necesariamente psicopatología (fumamos, bebemos, discutimos acaloradamente, usamos armas de fuego, usamos narcóticos, hacemos la guerra, somos racistas, machistas, nos peleamos con la pareja, somos infieles, mentimos y un largo etcétera).

El ser humano, al nacer, si bien en términos de Biología es un ser ya completo que irá madurando hasta alcanzar su normalidad adulta, en términos psicológicos no está «terminado». Esto significa que para llegar a ser ese «adulto normal» debe recorrer un largo camino no asegurado por la maduración instintiva. En otros términos: debe ingresar a un mundo social/simbólico que lo «construye» como ser humano.

Este concepto se enraíza en las Ciencias Sociales (Psicología, Sociología, Antropología, Economía Política, Semiótica, Historia), por lo que puede resultar novedoso –y quizá dificultoso— captarlo desde una posición biomédica tradicional. Pero es imprescindible tener conciencia de esto, pues solo así se podrá entender, y efectivamente poner en práctica, aquello de la salud como articulación entre lo biológico, lo psicológico y lo social.

En esta línea, el ser humano se termina de construir como tal sólo en el contacto con otros semejantes. «Creemos que decimos lo que queremos, pero es lo que han querido los otros, más específicamente nuestra familia, que nos habla», dirá Lacan (Seminario 23: El sinthome). Lo que se va a ser en la edad adulta es resultado de una historia que nos constituye, nos da identidad y nos marca con un estilo único e irrepetible. Eso que se terminará siendo en la vida no está enteramente determinado por la carga genética; nuestro destino tiene que ver con la forma en que «ingresamos» al mundo humano.

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Ese «ingreso» se da siempre a través de otro, que en general es la madre biológica. La misma, eventualmente, puede faltar, y alguien la reemplaza (el padre, alimentando al infante con biberón, una nodriza, un orfelinato). Esa incorporación al mundo humano consiste en ir adquiriendo, gradualmente, todo lo que nos constituye como uno más de la cadena. Es decir: tenemos un nombre propio —lo más propio que portamos, que nos acompañará durante toda la vida, e incluso cuando seamos cadáver—, pero que en realidad no es elegido por nosotros y que presentifica el deseo de otro, lo cual nos constituye.

En tal sentido, es lo menos propio que tenemos (lo cual ya comienza a marcar ese nivel de «conflicto» que se mencionaba más arriba). No soy yo quien decide lo que soy. Desde este paradigma, debe abrirse una interrogación a esto de «¡Sea usted mismo!», tan común de la psicología no psicoanalítica. Si somos el deseo de otro, ¿qué pasa con nuestro propio deseo?.

Hacerse humano significa incorporar todo aquello que nos distancia de los animales. En otros términos: hacerse parte de una cultura, adquirir valores, puntos de vista, símbolos. La conducta humana no se rige por lo meramente instintivo. Funciones vitales como la alimentación o la reproducción no se agotan en una explicación biológica: ¿Por qué habría anorexia u obesidad si la nutrición respondiera simplemente a una función natural? O más aún: ¿por qué hay hambre, que es uno de los grandes flagelos sociales? Todo ello responde a determinantes no-biológicos.

Del mismo modo puede preguntase respecto de la sexualidad: el nacimiento de un «macho» o una «hembra» de la especie humana no asegura, necesariamente, que allí encontremos un/a reproductor/a en su futura vida adulta. ¿Cómo entender, en esta compleja trama de la conducta humana, la diversidad sexual, el voto de castidad o las interminables «perversiones» sexuales, de las que todos —también quien está leyendo esto— somos actores? La sexualidad, en esa perspectiva, es la esfera más demostrativa de la construcción psico-social de nuestra vida: ¿Qué animal, acaso, oculta sus órganos genitales sintiendo vergüenza de exhibirlos, o se excluye de lo que llamaríamos relaciones incestuosas? Esas son características humanas (códigos, aprendizajes, normas). La diversidad sexual (LGBTIQ) es humana.

Toda esta introducción es para llegar a considerar que definir la «normalidad» en salud mental siempre implica una dificultad. Podemos quedarnos con la idea de que es «normal» quien se adapta productiva, eficaz y satisfactoriamente a su entorno. Obsérvese que Sigmund Freud, creador del Psicoanálisis, nunca dio una definición acabada de la misma, limitándose a dar las notas distintivas de ella: «Capacidad de amar y trabajar».

Pero justamente he ahí el meollo de la cuestión: esos campos son siempre los campos problemáticos de lo humano.

Una vez más: ¿Quién define la «locura»? ¿Quién la certifica? No queda claro si son «enfermedades mentales, entonces, la angustia, el miedo, la homosexualidad y/o la homofobia, el racismo, el machismo. ¿Cuándo son «normales» (cuestión complicada, por cierto) y cuándo no? Es evidente que los manuales de Psiquiatría no tienen la respuesta…, aunque, de hecho, en nuestra sociedad moderna, sí la dan.

Y las empresas farmacéuticas se llenan los bolsillos gracias a eso (los psicofármacos son uno de los rubros más consumidos mundialmente). Con todo esto, por supuesto, así están las cosas: la locura es un estigma que se resuelve con manicomio, o con pastillas. Si surgió el Psicoanálisis con Sigmund Freud a principios del siglo XX, es justamente por el fracaso de este discurso biomédico para entender y actuar con relación al sufrimiento psíquico.

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«Enfermedades» mentales

¿A qué llamamos enfermedad mental entonces? Según el Psicoanálisis, ese ingreso a los códigos humanos se da solo de tres maneras:
1) Se ingresa y cada quien se hace un sujeto adaptado a las normas (neurosis).
2) No se ingresa nunca (psicosis).
3) Hay dificultades en ese proceso (perversiones).

Esto significa que la historia que nos construye como seres humanos no es una decisión propia, no es una elección voluntaria, libre y consciente. Nadie elige su nombre propio, ni la familia en que nace, ni el lugar que ocupa en su familia (hijo único deseado, o no planificado, hijo número diez), nadie decide la posición socio-económica que le espera, no se opta libre y voluntariamente por el idioma, la cultura, la religión o la ideología que le acoge de pequeño. Todas esas determinaciones —no conscientes— son las que deciden quiénes somos.

Como queda claro, esa historia se dinamiza siempre en forma inconsciente. Es decir: la historia que nos marca y nos hace ser lo que somos, no es una opción personal. Por eso es preciso incorporar el concepto de inconsciente (y no subconsciente, porque eso implicaría que está «sub», por debajo de la consciencia, de la razón, de la voluntad). La historia personal no está por debajo; simplemente está. Y habla, se muestra, se expresa. Fundamentalmente por los sueños, los actos fallidos y, especialmente, por síntomas, inhibiciones y angustias.

Este proceso de «humanización» da como resultado tres tipos de estructuras, inmodificables de por vida, en el sentido que no se puede pasar de una a la otra. O sea: los seres humanos podemos ser:
1) Neuróticos
2) Psicóticos.
3) Perversos.

¿Esas son enfermedades? ¿Cuándo debe actuarse terapéuticamente entonces? Los neuróticos —considerados en términos de cómo nos construimos, de cómo ingresamos a ese entramado socio-cultural/simbólico—, quienes constituyen la inmensa mayoría de la población, entran en esas normas. Es decir: tienen vergüenza, sentido de culpa, pueden transgredir las normas, pero siempre limitadamente (¿quién no ha pasado un semáforo en rojo o copiado en un examen?), tienen conciencia de su malestar y pueden presentar síntomas psicológicos, angustia o inhibiciones varias.

Los síntomas son expresiones de esa historia inconsciente, y pueden ser muy variados: conversiones psicosomáticas histéricas, rituales y ceremoniales obsesivo-compulsivos, fobias de las más variadas, inhibiciones, estados ansiosos, ideas suicidas, tics, malestares varios.

Pero aquí está lo novedoso que introduce el Psicoanálisis en el campo de la salud mental: los neuróticos (amplísima mayoría de la población mundial) viven adaptados, o medianamente adaptados, trabajando, teniendo relaciones afectivas, produciendo y aportando al colectivo social, reproduciendo la especie y la cultura dominante.

Y a veces, dadas determinadas circunstancias, sus síntomas o su ansiedad se les torna insoportable, repercutiendo en su integración al medio. Es ahí cuando pueden consultar y, a veces, llegan al médico, al psiquiatra, al psicólogo. O peor aún: por prejuicios diversos, su malestar nunca llega a una consulta, y es abordado con otro tipo de acciones: consejos, religiones, prácticas precientíficas, automedicación, medidas de evasión —como la tóxico-dependencia—.

¿Todos los seres humanos presentamos síntomas neuróticos? Sí, pero ello, en general, no nos impide seguir con la vida «normal». Cuando esto último sucede (un obsesivo que ya no puede trabajar, por ejemplo, porque pierde la mitad de su tiempo en sus rituales lavándose cien veces por días las manos, o una mujer histérica, por ejemplo, que no puede quedar embarazada y se angustia a un grado sumo, o no consigue un orgasmo, o lo consigue solo en una relación extramarital, cargándose luego de una culpa insoportable), es ahí donde interviene un servicio psicológico.

Esa historia inconsciente puede dar lugar también a una forma psicótica (porcentaje mínimo de la población), por lo que allí no habrá conciencia del malestar, pues se vive en un mundo paralelo (delirio y alucinación).

A una persona psicótica se le torna tremendamente difícil adaptarse a su entorno, llevar una vida integrada y productiva. A veces puede hacer cosas geniales: científicos, artistas, ajedrecistas, aunque en general su integración al colectivo social puede lograrse a medias, con muchas dificultades, pero en cualquier momento su pérdida de realidad podrá manifestarse, y aparecen esas manifestaciones que le impiden seguir un curso integrado: brote delirante, furor maníaco, melancolía profunda, desorganización de la personalidad.

¿Es tarea del psicoterapeuta intervenir ahí? Sí, sin duda. Pero el manicomio no es la mejor respuesta —aunque sea la más usual—, habrá que pensar en acompañamientos farmacológicos y psicoterapéuticos, incluyendo a sus familias. El Psicoanálisis, definitivamente, se muestra fecundo con las psicosis a partir de los trabajos de Jacques Lacan.

¿Y los otros sujetos? Por supuesto, en la construcción de la subjetividad —que es siempre inconsciente— hay una cantidad de personas (muy pequeña) que se «arman», se edifican «renegando» de la Ley. Es decir: entran «a medias» en las normas sociales, porque no están desestructurados como un psicótico, pero no existe la misma conciencia moral que en los neuróticos. La transgresión les define. Esa persona muy eventualmente puede llegar a una consulta. En la transgresión halla su goce, por lo que no necesita cuestionarse acerca de sí.

Dicho todo esto, imprescindible para plantear lo que sigue, puede abrirse la pregunta sobre ¿cómo prevenir la Salud Mental? ¿Es ello posible? ¿Eso es tarea de cada psicoterapeuta -psicólogo o psiquiatra- en solitario en una consulta?

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Prevención en salud mental

Como casi todo acto preventivo, toda acción de promoción y/o fomento de la salud (que sólo en contadas ocasiones es una profilaxis personal), estamos ante un tema de salud pública, de política sanitaria para toda una población. Por tanto, faceta eminentemente política, social. En última instancia: ideológica.

Si siempre estamos atados a prejuicios (es decir, juicios previos, opiniones coaguladas que nos impiden pensar críticamente, que ya nos dan las respuestas preconcebidas), se está hablando entonces de aspectos que van más allá de la dinámica puntual de una consulta puntual, de la relación personal de dos en un espacio acotado (no importa si en un servicio público o privado). Estamos en el campo de lo social.

¿Qué se puede prevenir en el campo de la salud mental? ¿Que no haya malestar? ¿Acaso puede el psicoterapeuta lograr que cada persona sea eternamente feliz? Es imposible prevenir que, por ejemplo, a veces aparezcan niveles de angustia, o un síntoma de frigidez, o de disfunción eréctil en un joven, o un tic, tartamudez, insomnio, o una idea obsesiva que se repite intolerable, una alucinación esquizofrénica o un caso de celotipia paranoica.

Siendo congruentes con la definición clásica de salud: «Estado de bienestar físico, psicológico y social y no mera ausencia de enfermedad», no se puede esperar que el acto individual de una consulta resuelva todos esos aspectos arriba señalados. Eso es materialmente imposible, y ni siquiera deseable, porque esa fantasía transformaría al practicante de cualquier suerte de psicoterapia en una suerte de superhombre, de brujo todopoderoso que todo lo puede con un saber omnisciente. Lo que se puede —y debe— prevenir es que el sufrimiento quede tapado, cubierto, escondido. En otros términos: se debe promover la palabra, para que el malestar circule, se haga visible, y así pueda procesarse adecuadamente.

¿Qué cosas hacen que ese malestar muchas veces termine tapándose, ocultándose, convirtiéndose en algo vergonzante, en un estigma, y no pueda resolverse positivamente? Expresado de otro modo: la salud mental sería la contracara de la «locura» (aunque este no sea un término científico), y las estigmatizaciones en este campo son las que están a la orden del día.

Una consulta a un especialista de salud mental: psiquiatra o psicólogo, habitualmente es rechazada con la prejuiciosa expresión de «yo no estoy loco». ¿Y por qué está tan demonizado esto de «la locura»? Ahí es donde debe empezar el trabajo de prevención/promoción/fomento de una nueva visión.

En nuestra cosmovisión occidental moderna (que no es la única, ¿y por qué tendría que ser la mejor?), la «locura» está indisolublemente emparentada con enajenación, pérdida de control sobre sí mismo, disparate. En tal sentido, el psicótico es su primer referente. Pero más aún, «loco» puede ser todo aquello que se salte de la norma, que no se adapte a la normalidad esperada.

Con ello, en esa categoría puede entrar cualquier cosa (por ejemplo, la homosexualidad, considerada patología hasta no hace mucho). Como se dijo anteriormente, el campo de la salud mental, mucho más que cualquier área de la salud, conlleva una profunda carga ideológico-cultural.

Más allá de las buenas intenciones psicoterapéuticas, un pretendido consejo orientador —«no se estrese», «ponga de su parte»—, una amonestación moralista —«¡eso no se hace!»—, cualquier cosa que solo anestesie (la psicofarmacología, básicamente, funciona en tal sentido), todo eso, más que curar (resolver, solucionar), puede acentuar el malestar. Muchas veces, una actitud manicomial de la incomodidad psicológica sirve para profundizar en vez de aliviarla.

Lo terrible es que se puede apoyar/reforzar esa actitud sin necesidad de indicar una internación psiquiátrica, chaleco de fuerza o lobotomía. Llenar de psicofármacos o aconsejar no es lo más recomendable (hay psicoterapeutas que mandan a orar, Biblia en mano). Ni tampoco los libros de autoayuda y superación personal («Todo depende de usted», «Si usted quiere, puede»).

Una vez más, entonces: ¿cómo prevenir la psicopatología? O, si se prefiere con más propiedad: ¿cómo promover/fomentar la salud mental? Si se quiere decir aún más explícitamente: ¿Cómo lograr que «estemos bien»? La salud mental ¿es estar feliz? Quizá la definición freudiana sea la más acertada: tener la capacidad de mantener relaciones afectivas satisfactorias y sentirse productivo. El goce que otorga el síntoma no va de la mano del bienestar entendido conscientemente.

La atención primaria es el mejor camino para promover la salud. Desde la histórica conferencia de la Organización Mundial de la Salud de Alma-Ata, Kazajistán, en 1978, ese es el camino trazado para promoverla, senda que los países que presentan los mejores índices han seguido. La pregunta abierta es cómo plantearse esta estrategia cuando se trata de salud mental. Indiquemos inicialmente que eso depende de una política general llevada adelante por la autoridad sanitaria del país, y que tiene que ver, entre otras cosas, con la formación de una nueva mentalidad en el gremio médico-psiquiátrico y psicológico.

Se debe generar una actitud para la atención de los consultantes que no niegue ni tape los conflictos en la esfera psicológica. Es decir: hay que apuntar a hablar de ellos. Por allí debería ir la cuestión: no estigmatizar los problemas —comúnmente llamados, quizá en forma incorrecta, «mentales»— sino permitir que se expresen.

«¡Sea positivo!» …, ¿y si eso no se logra? Dicho en otros términos: priorizar la palabra, la expresión, dejar que los conflictos se ventilen. Esto no significa que se terminarán las inhibiciones, la angustia, el malestar que conlleva la vida cotidiana, las fantasías, los síntomas. ¿Cómo poder terminar con ello, si eso es el resultado de nuestra condición? La promoción de la salud mental es abrir los espacios que permitan hablar del malestar. ¿Qué significa eso? No que podamos llegar a conseguir la felicidad paradisíaca, a evitar el conflicto, a promover la extinción de los problemas (ningún medicamento ni acción terapéutica, consejo bienintencionado o libro sagrado lo podrá lograr nunca). «El único afecto que no engaña es la angustia», dirá Lacan.

En tanto haya seres humanos habrá diferencias (culturales, étnicas, de género, etáreas, de puntos de vista), lo cual es ya motivo de tensión. Pero no de patología. Por lo que inhibiciones, síntomas y angustias —tomando el título de un célebre texto de Freud— habrá siempre, y no puede dejar de haber. A lo que habría que agregar delirios, alucinaciones, transgresiones. Todo ello es el precio de la civilización. «La maldad es la venganza del ser humano contra la sociedad, por las restricciones que ella impone. Las más desagradables características del ser humano son generadas por ese ajuste precario a una civilización complicada. Es el resultado del conflicto entre nuestras pulsiones y nuestra cultura», dirá Freud en El malestar en la cultura, en 1930.

La promoción y fomento de la salud mental de la población es, en definitiva, propiciar los espacios de diálogo, de palabra y de simbolización para que el malestar no nos inunde, no nos inmovilice ni tampoco para que sea motivo de estigmatización de nadie.

En ese sentido «espacios de palabra» significa lugares donde se pueda hablar libremente. Eso pueden ser grupos, dispositivos que faciliten abordajes individuales sin estigmatizar, trabajo con parejas o con familias, charlas, espacios comunitarios, difusión por los medios masivos de comunicación de actitudes que no etiqueten negativamente, discriminen ni aíslen a nadie, que informen claramente sobre los aspectos «oscuros» y plagados de tabúes de las relaciones humanas.

La salud mental no está encerrada en un consultorio: está en la palabra que permite conocerse y hacerse cargo de sí mismo. Eso, en definitiva, se puede dar en cualquier lado, en las calles, en las plazas públicas, en la comunidad toda.

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Así considerada, ahí es donde debe entrar a jugar un nuevo paradigma: la salud mental no es sólo una cuestión de «especialistas», de técnicos. Si así fuera, la prevención en este campo debería pasar por «inmunizarnos» de algo. Pero ello, definitivamente, es imposible: recordar que somos siempre, en términos estructurales, neuróticos con algún posible síntoma manejable, y como costo lamentable de la humanización, siempre en un grado mucho más escaso: psicóticos o transgresores.

La salud mental está en la promoción de nuevos y superadores modelos de relación entre la gente, en el acabar con prejuicios estigmatizantes, en permitir hablar de los problemas y no taparlos, encerrándolos tras los muros de un hospital psiquiátrico o silenciarlos con tóxicos (los legales: la psicofarmacología, el alcohol), o los ilegales (de marihuana en adelante). En tal sentido puede ser un campo inmensamente rico para esta promoción hablar mucho y sin miedo de la sexualidad —interminable «punto débil» de los humanos—, de la violencia, del consumo de alcohol y de estupefacientes, de las transgresiones y la corrupción, del aborto, de las relaciones de pareja.

La salud mental, por último, debe ir mucho más allá de un consultorio: está en la palabra que libera, en el hablar, en la comunidad que se organiza. Y eso puede hacerse en cualquier sitio, no sólo tras cuatro paredes. En todo esto, sin embargo, hay que ser muy cuidadoso: no se trata de improvisar cualquier cosa. Ir a las comunidades en masa, más allá de hacernos sentir «útiles y comprometidos», puede llegar a ser pernicioso.

Recordemos, con Mario Testa, aquello de «atención primaria o primitiva» de la salud (prevención no es una pobre atención para los pobres). Debe haber planes sistemáticos con clara dirección, con articuladores conceptuales claros, bien definidos. Psicología social-comunitaria no es solo ir a los barrios o comunidades rurales a ver «qué se puede hacer»: quebrar piñatas con los niños o promover talleres para «explicar» algún tema. Eso puede ser catastrófico. En todo esto el Estado debe jugar un papel crucial.

Romper prejuicios no es sólo una cuestión de buena voluntad y que se pueda lograr con la intervención de un profesional en solitario ante su paciente: hay que formular una política pública que lo aliente, lo impulse, lo haga realidad. Ello es imprescindible porque, como dijo Einstein: «Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio».

Referencias

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