Seguramente cambiarán algunas cosas. Porque terminada la pandemia habrá más muertos y más pobreza. O al menos más pobreza para las clases subalternas, históricamente olvidadas. Cuidado con las informaciones que circulan mostrando el caos económico generado. Sin dudas, para la clase trabajadora mundial todo esto es una pésima noticia, como también para muchas pequeñas y medianas empresas. Pero, de las megaempresas que manejaban el mundo hasta antes de la crisis sanitaria, no todas saldrán golpeadas. Las petroleras, probablemente sí (¿energías renovables?). Las de alta tecnología, los Silicon Six, como se conoce a Microsoft, Google, Apple, Facebook, Netflix y Amazon, no. Al contrario: en este momento, con el encierro forzado, el consumo de estos productos se disparó sideralmente. Las fortunas más grandes se van acumulando últimamente en empresas ligadas a la cibernética, a la inteligencia artificial, a la informática.
Nuevos negocios aparecen, vinculados a las nuevas tecnologías. Quizá deba incluirse también a la gran corporación farmacéutica. Según datos dispersos (dada la secretividad con que se mueven), representantes de la GAVI (Global Alliance for Vaccines and Immunization) y su fundador y principal financista, Bill Gates, insisten cada vez más en la necesidad de una inmunización universal. Como lo de la pandemia está aún muy confuso, nadie puede asegurar categóricamente nada. Pero pensar que allí se juegan agendas desconocidas por la opinión pública mundial no parece paranoico.
Numerosas son las voces que dicen que este sistema no va más, que hay que reemplazarlo. De acuerdo, pero ¿por qué la pandemia traería ese cambio? «El capitalismo no caerá si no existen las fuerzas sociales y políticas que lo hagan caer», decía Lenin.
Que vamos hacia una superación de la globalización neoliberal y al final del capitalismo financiero por efecto de la pandemia, como algunos han dicho, no es seguro. ¿A qué nuevo orden social pasaríamos? Los megacapitales que de momento manejan el mundo, si bien están en crisis ahora, no parecen derrotados. El capitalismo sabe recomponerse. Los Estados nacionales ya están saliendo a rescatarlos. El campo popular, como siempre, es el más dañado.
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Los cambios histórico-políticos se logran solamente a base de luchas («la violencia es la partera de la historia», decía Marx), no en mesas de negociaciones. Hoy, más allá del miedo monumental que se ha inoculado en las poblaciones con el interminable bombardeo mediático sobre el virus, no se ve una organización de masas lista para dar el asalto revolucionario. Las izquierdas permanecen algo descolocadas y la pospandemia no augura necesariamente un aumento del fervor popular transformador. Las ollas populares, los comedores solidarios y las redes locales de apoyo muestran que la gente sigue teniendo valores comunitarios, de autoayuda, pero eso no es todavía el cambio social hacia un mundo de equidad y justicia.
Lo que sí puede entreverse como tendencia a futuro (futuro muy cercano, que ya comenzó) es un hipercontrol poblacional con confinamientos obligados, leyes marciales, esquemas autoritarios y manejo discrecional de toda la información, con mayor y cada vez más sofisticada censura.
Más allá de posibles elucubraciones y teorías conspirativas, no está claro qué es lo que sigue. Como van las cosas, todo indicaría que, en la gigantomaquia actual que dinamiza el mundo entre Estados Unidos y China (y esta aliada con Rusia), el bloque euroasiático parece mejor plantado.
No se ve cómo ni por qué el final de esta crisis traería un cambio en las relaciones de clases. Puede traer, probablemente, un reacomodo en las fuerzas dominantes, con China más fortalecida y Estados Unidos acelerando su caída de superpotencia hegemónica en solitario. ¿Se acerca la humanidad a una transformación que termine con la injusticia? No pareciera, por lo que la agenda de cambio revolucionario sigue esperando. ¿O con ese control hipermonumental —y la posible vacunación que eventualmente nos inoculará quién sabe qué, además de miedo— ya no será posible aspirar a cambios?
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