Hablando con amigos sobre el tema, sobre lo que en ese momento escribía y que aquí se reproduce, me decían que les parecía un poco sombrío para despedir el año. Y para recibir el otro –digo yo. Para terminarlo, para empezarlo, para vivirlo. Así que insisto: es necesario hablar sobre ello. No se vale mirar a un lado, ni enterrar la cara, ni hacer como si no es con una. “Ay ¡cómo te gusta hablar de cosas feas!” –me espetó, con gesto de disgusto, una amiga que se hospedó en casa unos días. Si no es cuestión de estética: no, en el sentido que le daba mi amiga. Las violaciones sexuales nos desnudan como sociedad. Nos ponen en evidencia.
Me parece que la primera vez que pude palpar el horror de una violación sexual fue a través de un cuento de Mario Monteforte Toledo. No es que nunca hubiera oído relatos sobre violaciones; no se trataba de eso. Lo que sucedió aquella vez fue que este prodigioso escritor logró, de una manera magistral, poner este hecho en su contexto social más amplio. El gemido de la protagonista (adolescente, muda y empleada en una casa “particular”) era un gemido pavoroso como lo eran todas las relaciones implícitas en el acto último de la violación: racismo, abuso de poder, cánones de moralidad que permiten el control de los cuerpos y el sexo como reflejo de una sociedad donde germina la violencia.
El gemido atroz me estremeció e hirió todos mis sentidos, como lo hace ahora el informe del Ministerio de Salud, reportando 1,795 violaciones a niñas entre 10 y 14 años –según registros del sistema hospitalario entre enero y octubre del 2012. El Observatorio de Salud Sexual y Reproductiva (OSAR) reporta, por su parte, 2,877 casos en el mismo período.[i] Los casos se contabilizaron por el número de embarazos a menores que “ya no son considerados como embarazos normales, sino como lo que son: violaciones sexuales”, según la representante de OSAR.
De todas las cifras y los comentarios del reporte, a mí me provoca entender ¿cómo se ha llegado a normalizar una violación? ¿Cómo se normaliza el horror en Guatemala? Hace unos meses pudimos enterarnos de la investigación en curso -a través de testimonios brindados como anticipo de prueba- sobre las violaciones a mujeres durante el conflicto armado: una violencia enquistada dentro de una estrategia de control, dominio y represión. Es una violencia que no nos ha dejado indemnes como colectivo social. Es, además, una violencia que urge analizar desde el ángulo más sensible y tal vez más oscuro: los cuerpos atrapados en un régimen esencialmente racista. Aquí la violencia racista y sexual está tan arraigada, tan omnipresente que parece natural y normativa.
¿Cómo ponemos en jaque esa normalización? Defiendo como principio básico que “mi cuerpo es mi cuerpo” y nada me complacería más que ver crecer a mi hija y a mi hijo en un ambiente que propicie su libertad. Y, ¡cómo no! que también amen, deseen, se expresen, sin pavimentarles –como diría Mafalda- su espontaneidad. Exigir que “nuestro cuerpo es nuestro cuerpo y de nadie más” ha exigido de todas las que mamamos de un puritanismo social desde la más tierna infancia, nuestras propias luchas. Pero me temo que este argumento tiene un límite: el límite del autoencierro argumentativo. Para aprehender la violencia sexual y lo que ella encierra, no podemos desconectar la reivindicación de libertad ni de la estructura socioeconómica en la que hemos crecido, ni de la racionalidad de poder que se construye históricamente. Tampoco podemos recaer en la victimización: las mujeres no queremos ser más víctimas… de nada. No queremos más vidas mutiladas. Queremos, eso sí, exponer sin contemplaciones la naturaleza de las relaciones sociales de nuestro país. Un país que no deja de ser, robándole la expresión a Carlos Fuentes, un “país de trastornos”.
[i] Fuente: Prensa Libre 13.12.12, nota p.3
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