Porque, ¿qué clase de país somos?, ¿qué clase de cristianos somos?, ¿qué clase de ciudadanos somos que permitimos que nuestra niñez migre hacia un mundo inexistente, marchando por un camino terrorífico, buscando aquello que el Estado tiene la obligación de proveerle?
Y en ello, todos culpamos. Vistas las escenas por la televisión internacional, oídas las historias, preguntado e investigado muy de primera intención, no es una cuestión reciente. Deviene de mucho tiempo atrás y no debemos permitir que la saliva se agote echando culpas al gobierno actual o a los recién pasados porque en ello, todos culpamos.
La situación es tan grave que motivó una carta del papa Francisco leída el recién pasado lunes 14 en México por el nuncio apostólico Christophe Pierre. “Ésta es una categoría de migrantes que desde Centroamérica y desde el mismo México cruzan la frontera con los Estados Unidos en condiciones extremas y persiguiendo una esperanza que la mayor parte de las veces resulta vana” dice la misiva en una de sus partes medulares. El objetivo de la misma es reclamar medidas urgentes para protegerlos.
Sí, claro: gritos, rasgar de vestiduras, propuestas como lluvia de ideas cortoplacistas, proyectos de leyes y cuanta providencia se le ocurre a nuestros políticos y funcionarios públicos han salido a luz luego de que la prensa televisiva y escrita destapara la olla de grillos, empero, como en nuestra inacción y callar de conciencia, hace falta culto a la verdad. Soslayamos el verdadero origen de la migración.
Supe hace muchos años de un caso que terminó felizmente. Una madre permitió que su hijo adolescente viajara a USA en busca del sueño americano y, por qué no decirlo, a este jovencito sí le sonó la flauta. Sin embargo, en aquella ocasión, no obstante tenía la cercanía de amistad para hacerlo, callé ante ese escenario que me dejó boquiabierto. Yo me pregunto, ¿cuántos casos conocemos cada guatemalteco y guatemalteca en los cuales podríamos interactuar para impedir la aventura? Con una vez que lográramos frenar uno de esos fatídicos viajes, evitaríamos a millones correr el riesgo de una mala muerte.
Pero al impedirlo se nos arrostra otro escenario: ¿De qué huyen?, ¿y qué buscan? A decir de los periodistas que han hecho sendos reportajes de ese desastre, se huye de la violencia y la pobreza. Y nos haría bien a quienes nos declaramos cristianos evangélicos y cristianos católicos, meditar acerca de qué hacemos en nuestro metro cuadrado para enfrentarla. Porque esa pobreza no es solamente económica, es también de afecto, de exclusión, de cercanía, de entender nuestra realidad. ¡Cuántos vamos a misa o al culto dominical y no constatamos si en nuestra conciencia creció en la semana anterior el amor de la Palabra que nos explicaron!, o, en el peor de los casos, de la Palabra que predicamos (del diente al labio).
Este grave problema concierne a la sociedad guatemalteca necesitada hoy de tanta verdad pero, la base de la sociedad es la familia, y en las familias está el fundamento de la debacle que ha motivado una carta específica del papa Francisco.
Bien nos vendría reflexionar acerca de la advertencia del apóstol Santiago: “...hermanos míos, tendremos un juicio más severo” (3,1).
Dejemos que el Estado y el gobierno hagan lo suyo. Harta obligación tienen. Mas, antes de criticar, evaluémonos en cuanto si estamos o no al tanto de lo que está sucediendo en nuestro vecindario, en nuestro barrio, en nuestra zona, porque allí mismo, justamente allí, donde usted está pensando producto de esta lectura, hay alguien haciendo planes para migrar. ¿Dirá o hará algo? Yo sí, y lo haré de inmediato.
Éste es un llamado a la persona y a las familias nucleares. Comencemos a enfrentar el desastre en nuestro micro entorno.
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