Ella estaba inmensamente emocionada con el evento. Lo trataba como visita de Estado y hacía planes a cuál más elaborado para las actividades con sus amigas. Todas todas involucraban comprar materiales, bajar videos de tutoriales y mi constante supervisión/aporte/dirección. Con el entusiasmo de un dictador de país pequeño y pobre, la niña me dio una lista de compras y un horario.
¿En qué momento se convirtieron las visitas casuales en grandes producciones? Pareciera que les huimos a las actividades sin programar como si nos fueran a engullir cual fieras desatadas. ¿Recuerdan ustedes cuando sus amigos llegaban de visita? A lo más que uno aspiraba era a que la mamá hubiera hecho un pastel (al menos en mi casa siempre hubo comida, pero mi mamá cocinaba para querer). Fresco. Un poco de jardín. Los juguetes diferentes del otro eran el paraíso y los momentos de calma entre juegos eran el campo fértil de pensamientos. Que eso daba como resultado travesuras como tratar de convertir la cama de mis papás en una piscina eran las menos veces. O la vez que nos comimos la mitad del bote de leche en polvo, a secas, y sufrimos las consecuencias gastrointestinales como el mejor castigo posible. Pero no recuerdo en todo esto que mi mamá haya estado encima de lo que hacíamos. Estaba en casa, claro, pero no con nosotras, y menos aún dirigiendo lo que hacíamos.
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Le tememos al aburrimiento, ese lugar donde todas las posibilidades se reúnen a ver por qué no estamos haciendo nada y de donde salen las ideas más geniales. Les tenemos terror a los errores. A los golpes, a los desastres. Se nos olvida que las heridas sanan, que las paredes se limpian y que hasta las camas inundadas se secan. Les tenemos llenos los minutos a los niños con tal de que no se equivoquen. ¿A qué hora se pueden encontrar a sí mismos, descubrir que tal vez sí les gusta leer, agarrar un papel en blanco y llenarlo?
Yo soy la primera a la que le encantan los días con horarios establecidos. Las rutinas me parecen una forma fabulosa de encargarme de las cosas que no importan para dejarle espacio a lo que sí. Pero trato de no gerenciarles todos los momentos de conciencia a mis hijos. Me gusta que se aburran y que encuentren qué hacer. Detesto recoger desastres, como el surco de polvos de talco que dejó la niña en la cocina entera cuando le pedí que ella limpiara una bolsa. O encontrar mi cocina convertida en un campo de batalla porque el niño hizo el desayuno para él y su hermana. Pero prefiero esos momentos pequeños de incomodidad a que no puedan hacer nada por sí mismos, a que les dé miedo equivocarse y no sepan qué hacer para enmendar un error. Me encanta saber de sus vidas, pero más en papel de observadora interesada que en el de artífice. Igual, no sé qué hacen en el colegio. No voy a saber qué hacen cuando salgan de casa. Espero haberles dado las herramientas para que, sea lo que sea que decidan, puedan avanzar en sus vidas. No puedo desear más.
Agarré la lista de la niña, la vi a los ojos y le dije que yo no iba a servirles de entretenimiento, que eran sus amigas y que ella viera cómo les hacía la tarde agradable. Me instalé en la sala con un libro y las escuché dar vueltas por la casa hasta agotarse. Fue lindo. Y les di pastel.
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