Su novela Jinayá —como dijo un amigo muy parecido a Lish Zenzeyul— es nuestra, de los verapacenses. Su ámbito geográfico se decanta entre la enorme sierra de las Minas y el río Polochic, para entonces todavía navegable. El contexto de la novela se desarrolla en una de las tantas fincas de la región donde el fascinante mundo q’eqchi’, las pasiones amorosas y una velada crítica a ciertos terratenientes de la época son el tema de la obra.
Según los asegunes, debido a su contenido, acá en Cobán se boicoteó la distribución de la primera edición allá por 1962.
Más al norte, Virgilio Rodríguez Macal y Petén son como un solo cuerpo y espíritu. Y desde allí se internacionalizó con La mansión del pájaro serpiente. Quizá sea su obra más traducida.
Pero tenía una obra, digamos, poco conocida en estas latitudes. Se trata de su novela Negrura.
De acuerdo con lo noticiado, Negrura es una novela que se sale completamente de su estilo ecologista. Trata acerca de la situación de la posguerra —segunda guerra mundial— en Hamburgo (posiblemente). Manifiesta la animosidad de las personas que trabajaban entonces en las fábricas europeas y hay mucho de su interioridad en la novela. Dicho sea, con ella ganó el certamen Pedro Antonio de Alarcón en Madrid en 1958. Hubo allá una sola edición.
Ha circulado en las redes sociales una invitación de la editorial Piedra Santa para la entrega de dicho libro el día de mañana, 28 de junio, a las 18 horas, en la sede de la editorial. Se resalta el centenario del natalicio de don Virgilio Rodríguez Macal (1916). A decir verdad, peteneros y altaverapacenses de la época estamos felices, si bien la novela, según nos han contado, se sale de nuestras selvas y nuestros bosques. Sucede que Virgilio Rodríguez Macal es de nosotros para el mundo.
Si a Lish Zenzeyul «se le tornaron verdes los ojos de tanto mirar la selva», a nosotros —verapacenses y peteneros— se nos tornaron de un color negro profundo, el color de la tinta, de tanto leer los libros notables de don Virgilio. Ah, con cuanta nostalgia recuerdo los meses de noviembre y diciembre de los años 60 del siglo pasado, cuando, en nuestras vacaciones con llovizna mus mus hab (chipichipi), nos adentrábamos, a falta de poder viajar, en novelas como La mansión del pájaro serpiente, Jinayá, Guayacán y Carazamba. Ha de recordarse que, en la primera hora de Tezulutlán-Verapaz, el hoy departamento de Izabal —territorio donde se decanta la narrativa de Carazamba— pertenecía a nuestra región.
¿Qué buscaba Virgilio Rodríguez Macal en Verapaz y en Petén? ¿Qué o quién lo llamaba con tecomate? No lo sé. Es un misterio por descifrar. Empero, aquí aún lo recordamos como un personaje mítico que contrataba a un guía y se adentraba en las inextricables selvas tan cercanas y a la vez tan lejanas para muchos de nosotros. Cercanas geográficamente, lejanas en tanto no las habíamos hollado. Ni lo hicimos porque cuando tuvimos la edad para hacerlo ya había comenzado el derramamiento de la sangre verde de clorofila. Las talas han sido incontenibles desde entonces.
No sé qué diría don Virgilio si viera hoy los territorios de la otrora mansión de su pájaro serpiente. No sé qué habría dicho ante el desastre ecológico del río La Pasión. No sé cómo habría reaccionado Lish Zenzeyul ni cuál habría sido el coloquio de Iboy e Ixociboy, los armadillos humanizados. Tampoco sé cuál sería la postura de un Itzul, «el pizote que sabe alejarse de los pizotes vulgares…». Yo creo que escribiría otra Negrura. Y quizá la iniciaría con segmentos de la introducción a La mansión del pájaro serpiente: «… que vean lo que no son capaces de ver aquellos ojos que se ciegan ante la amalgama misteriosa de la selva... Que sepan que la vida es una inmensa selva donde abundan Sochoj, la cascabel; Rchab-Quih, el coral; Cux, la comadreja…».
Y, seguro estoy, la cerraría con un encomio a la sangre verde de clorofila como un signo de esperanza.
Más de este autor