Pero, independientemente de las medidas administrativas del presidente Donald Trump (entre ellas la suspensión de los programas DACA y TPS y políticas de deportaciones aceleradas —expedited renoval— y de tolerancia cero), la decisión de migrar devela que sus causas responden a factores sociales, políticos, económicos y culturales de los países que expulsan a sus ciudadanos. A estos se suman otros como la inseguridad alimentaria, la vulnerabilidad ante desastres y el cambio climático, la violencia generalizada por parte de las pandillas y la violencia de género, que cobran cada vez más importancia entre las razones del abrupto aumento de los flujos de personas refugiadas o en busca de asilo.
Pero ¿cómo se manifiesta la expulsión? El economista salvadoreño Aquiles Montoya [1] indica que la población que no logra insertarse en el ámbito laboral formal tiene tres opciones: 1) engrosar las filas del sector informal, 2) vincularse al crimen organizado en sus distintas estructuras o 3) migrar.
Sin embargo, la migración responde a distintas formas históricas de movilidad que están plenamente incorporadas a las estrategias de vida de las comunidades y regiones y que han conformado una tradición cultural migratoria. Por ello es tan común que las comunidades lingüísticas mam hablen del «otro lado», y no de la frontera, y que se den relaciones económicas como la denominada ruta de la sal negra, que se desarrolla entre las zonas fronteriza de Huehuetenango y sur de México.
La discusión y el estudio de la migración no solo se centran en las condiciones estructurales y en sus factores, que se imponen a las decisiones individuales, sino que ahora se amplían a los mecanismos de contención que establecen los Estados receptores para frenar la migración.
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Los ciclos migratorios de los países del norte de Centroamérica nos muestran que las remesas han incidido en el producto interno bruto (PIB) [2] a tal punto que nos hemos vuelto dependientes de ellas al haber sobrepasado el parámetro del 10 %, es decir, al haber superado las dos terceras partes del volumen de las exportaciones. Y aunque las remesas son un factor de estabilidad para la balanza de pagos y dinamizan la economía local y nacional, evidencian a la vez la ausencia del Estado y de políticas públicas de inversión social y de combate de la pobreza.
Por ello es urgente repensar las estrategias para materializar el vínculo entre la migración y el desarrollo [3]. Es importante partir de una mirada transnacional que también tenga en cuenta las acciones y la responsabilidad de los Estados, de las empresas, de las organizaciones sociales y de la sociedad civil en general. A manera de sugerencia propongo a) la construcción colectiva de políticas públicas de carácter transnacional o transfronterizo; b) la transversalización de un enfoque de derechos humanos que involucre el acceso a servicios básicos de calidad en comunidades de origen, tránsito, destino y retorno; c) recuperar y revalorizar la memoria migrante, y d) la generación de vínculos con empresas y con el Estado incorporando el marco conceptual de la educación para jóvenes y adultos y favoreciendo la integración del enfoque bilingüe intercultural y el derecho a la identidad.
Finalmente, se debe entender la migración ya no como un desarraigo, sino, por el contrario, como la posibilidad de multiplicar los sentidos de pertenencia. En virtud de lo anterior, se estima oportuno contribuir a fortalecer las sinergias y articulaciones con actores claves ubicados en las zonas transfronterizas como:
[1] Montoya, Aquiles (2009). Manual de economía solidaria. El Salvador: Maestría en Desarrollo Local de la Universidad Centroamericana Simeón Cañas (UCA).
[2] Centro de Estudios Monetarios Centroamericanos (Cemla) y otros (2017). Las remesas hacia América Latina y el Caribe en 2016. Nuevo récord. México. Pág. 27.
[3] Bornschein, Dirk (2016). Desarrollo postergado: políticas sobre migraciones (entre intereses sectoriales y debilidades del Estado). Cuaderno de debate 7. Guatemala: Flacso.
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