La razón era que sí tenía un primo que ostentaba el cargo de ministro de Estado. No recuerdo la cartera. Y, como matraca, el hombre aquel repetía el día entero peroratas acerca de su primo el ministro. Pero la cosa no quedaba allí. Tenía retorcidos ramales. Muy fácilmente consiguió empleos para algunos de sus amigos, por lo que Mi Primo el Ministro se hizo famoso por su magnanimidad.
Entre las características de Mi Primo el Ministro destacaba su pésima forma de hablar y su peor manera de escribir. Era la antítesis del idioma. Con todo, era primo del señor ministro y su predominio en la sociedad no era poca.
Algunos conocidos míos, luego de su graduación como maestros, peritos contadores, secretarias, etcétera, fueron a buscar a Mi Primo el Ministro para conseguir algún empleo. Mas, para entonces, el primo ya no era funcionario público y fue imposible conseguir una plaza estatal por esa vía. Empero, les sugirió otros derroteros que sí les fueron útiles. Así conocí a los 17 años ese perverso dinamismo que ahora se llama tráfico de influencias.
Como anécdota atinente a tal diligencia se contaba el caso de un alumno para quien las matemáticas no fueron precisamente su inclinación y que se graduó de maestro con apoyo de sus compañeros cuando de resolver aquellos test se trataba. Muchos años después, un amigo lo encontró en un lejano municipio de Guatemala y le preguntó qué era de su vida. Su respuesta fue: «Soy el profesor de matemáticas del instituto de aquí». ¿Cierta o no? Lo ignoro, pero seguro estoy de que Mi Primo el Ministro se ha replicado en el tiempo y en el espacio como una peste.
Ese tráfico de influencias es nefasto. Nombramientos a dedo, pagos de favores, el quedar bien con alguien o el medrar a través de la cuota de poder que se ostenta han llevado a nuestro Estado y a nuestro país al borde de la debacle. Personajes hay que ni hablar pueden, pero que allí están mandando y decidiendo.
El 6 de abril de 2015 publiqué en este medio un artículo llamado La degradación del lenguaje. En uno de los párrafos escribí: «Entiendo ahora en toda su dimensión al doctor Salomón Lerner Febres, rector emérito de la Pontificia Universidad Católica de Perú, quien en la lección inaugural del año 2011 en la Universidad Rafael Landívar dijo: “Hoy sabemos que el gran enemigo de la democracia y de la salud de la cosa pública no es en primer lugar la corrupción ni la inacción, sino la degradación del lenguaje. Por ello, si hay un cometido inexcusable para la universidad actual, como aporte a la construcción de la ciudadanía, es el de preservar el poder comunicante y vinculante de la palabra”. A su conferencia la tituló Palabra y ciudadanía».
¿Cuál es el nexo entre el tráfico de influencias y la degradación del lenguaje? Una sola basa: la degradación misma del ser humano. Ignominia que repunta en el deterioro de la sociedad. De ello ilustra don Salomón Lerner Febres: «Por desgracia, en las sociedades de nuestra región es cada vez más ostensible el deterioro de la palabra, tanto en los espacios de la vida pública como en los usos cotidianos de la cultura. No creo exagerar si afirmo que se va imponiendo entre nosotros —en mayor o en menor medida— lo que podríamos llamar la insignificancia: pérdida del sentido, incomunicación, desapercibimiento de los compromisos que contraemos al dar nuestra palabra como autoridades o como ciudadanos corrientes, sordera ante la interpelación de los demás y sobre todo ante el clamor de los desposeídos o los excluidos, complacencia en el debate estéril, concentrado más en la interjección y el apóstrofe, acaso en la salida ingeniosa, que en el argumento y la demostración».
Amigo lector, hagámosle frente a esta noxa. Sin perjuicio de la utilización de los productos tecnológicos del siglo XXI regresemos a nuestros hijos y a nuestros nietos al entorno de los libros. Ellos se lo agradecerán en un futuro no lejano.
Hasta la próxima semana si Dios nos lo permite.
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