Que la ciudadanía de Guatemala hasta ahora permanezca apática, no quiere decir que no puede alcanzar el punto de hartazgo.
Hasta ahora, esta actitud pasiva ha dado lugar a que Giammattei y su gavilla, salvaguardada por la impunidad que les granjea el Ministerio Público liderado por la nefasta Consuelo Porras, se sientan todopoderosos e intocables. Están saqueando a mansalva el erario público, con desfalcos en casi todas las entidades del Gobierno.
Continúan capturando instituciones del Estado, especialmente las del sistema de administración de justicia, con casos agudos en la Corte de Constitucionalidad, la Corte Suprema de Justicia y las salas de apelaciones, poniéndolas al servicio de mafias, y hoy operan más como agencias de impunidad al servicio del mejor postor, en vez de judicaturas independientes. El Tribunal Supremo Electoral hace el ridículo, sancionando a potenciales contendientes políticos, pero alcahueteando a quienes se pelean entre sí como operadores político partidarios del oficialismo actual, y con ello, ya el proceso electoral de 2023 se encuentra gravemente amenazado.
Sin embargo, todos estos desmanes no están pasando desapercibidos. Que la ciudadanía esté cansada y desesperanzada, no quiere decir que las grandes mayorías sean tontas o incapaces de comprender lo que está ocurriendo. El contraste dramático entre la situación actual y el amague de esperanza de 2015 porque el sistema de justicia funcionara bien, con todo y sus falencias e imperfecciones, es crudamente evidente. Que hace siete años intentamos que la justicia alcanzara a todo el que violara la ley, independientemente de su condición política, económica o social, marca una diferencia abismal con el hecho de que hoy mafiosos, criminales de guerra, ladrones y corruptos están viviendo uno de sus mejores momentos, porque pueden violar la ley sin consecuencias.
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Y peor aún, es más que evidente que hoy jueces y fiscales honestos, periodistas independientes y defensores de derechos humanos, son víctimas de persecución penal y acoso. Hoy, la realidad que se vive en Guatemala es castigo al valiente y al honesto, y premio descarado al ladrón y al corrupto. Una situación que deja la migración, huir de Guatemala, como la única opción para que el ciudadano de a pie busque oportunidades para el desarrollo y la materialización de sus derechos fundamentales: salud, educación, seguridad, empleo digno, libertad de organización y expresión del pensamiento, entre otros.
Pero los acontecimientos acaecidos en Sri Lanka la semana pasada ilustran con alarmante claridad que esta situación no puede, ni mucho menos debe ser sostenible en el tiempo. No fueron decenas ni centenares, sino cientos de miles de personas las que se congregaron en Colombo, exigiendo la renuncia del presidente Gotabaya Rajapaksa, principal responsable de una debacle financiera que se manifestó en una gravísima crisis económica, con desabastecimiento de alimentos y combustibles. Rajapaksa tuvo que huir del palacio presidencial, y el sábado pasado anunció, por fin, que renunciaría.
Giammattei debería reflexionar que este es un peligro muy real en Guatemala. Que los insultos en contra de la ciudadanía que diariamente espetan personajes como Miguel Martínez están colmando la paciencia del pueblo de Guatemala y están alimentando el descontento y la desesperación de las mayorías. Y si Giammattei y su joven protegido no lo ven o no lo quieren entender, sus pocos amigos empresarios, que no es todo el sector privado, quizá sí alcancen a ver que continuar con la situación actual sólo puede terminar en una situación catastrófica para sus negocios y para todo el país.
Aún estamos a tiempo y la situación de Guatemala todavía dista de lo ocurrido en Sri Lanka. Pero es una necedad no darse cuenta que estamos cayendo en picada, justo en esa dirección.
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