Cuando me enteré del asesinato de los jesuitas Joaquín César Mora Salazar y Javier Campos Morales en el interior del templo de la comunidad de Cerocahui, ubicada en el municipio de Urique, de la Sierra Tarahumara, no pude menos que establecer algunos símiles con el día a día de la Sierra de Las Minas y el Valle del Río Polochíc, en Alta Verapaz, Guatemala.
De la Sierra Tarahumara supe durante mis clases de geografía en quinto año de la escuela primaria; de la Sierra de las Minas ni pío nos dijeron porque allí sucedían y suceden desgracias tan ciertas como inhumanas que son ocultadas, olvidadas y relegadas a una negación que ha hecho volar la imaginación de las personas. De esa cuenta, se han desprendido decenas de leyendas y misterios a manera de narrativas bucólicas.
En ambas sierras también hay islas del bien. En la Sierra Tarahumara varias de ellas son los proyectos que lideraban los jesuitas Mora Salazar y Campos Morales. El primero de ellos, el P. Joaquín César Mora Salazar, era todo un anciano venerable. Tenía 81 años de edad. Maestro de muchas generaciones en diversos campos del saber, de la entrega y de la piedad. Él practicaba esa fe comprometida que incomoda, que anuncia la justicia en la Tierra. No practicaba esa otra fe que se moldea a conveniencia cuando los dueños del poder o los capos de las mafias lo prefieren. El segundo, el P. Javier Campos Morales, dejó las comodidades de Monterrey, México, para ingresar a la Compañía de Jesús y después insertarse —para permanecer allí toda su vida— en la Sierra Tarahumara. Dominaba el idioma del territorio donde trabajaba y su cercanía con las personas era ya de por sí, un anuncio del Reino de Dios.
Ambos fueron acribillados a tiros por tratar de proteger a una persona que llegó pidiendo auxilio a su iglesia. Iba perseguido por unos sicarios, de esos que pululan en ambas sierras donde los Estados han hecho mutis. Ellos, los jesuitas, lo acogieron. Se trataba de un guía de turismo. Y el mal, inmenso en sus despropósitos, hirió de muerte al perseguido y a sus protectores. Después, al mejor estilo de ciertas películas de terror y de horror, se llevaron los cadáveres.
Una persona me preguntó «si no habría sido mejor que los jesuitas hubiesen entregado al perseguido porque de todos modos el hombre iba ser asesinado». Yo le respondí que los jesuitas van a donde nadie quiere ir y se vuelven uno solo con la tierra y con la gente de esa tierra. También le dije que, si los jesuitas de Cerocahui hubieran huido, llevarían ahora el peso de la culpa por haberlo hecho y habrían tirado por la borda lo actuado durante toda su vida, porque, el sino del jesuita es la entrega.
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Para mi sorpresa, esta persona me respondió con dos estrofas de un canto (no una canción sino un canto) de Facundo Cabral que se llama Me dijeron por allí. Los versos denuncian y anuncian: «En la Sierra Tarahumara, a una niña le escuche / en la Sierra Tarahumara, a una niña le escuche / pa´que voy a tener hambre, si no tengo que comer / pa´que voy a tener hambre, si no tengo que comer. / Al costado de Florencia, un jesuita me enseñó / al costado de Florencia, un jesuita me enseñó / que es mejor que uno no pida, aquello que nunca dio / que es mejor que uno no pida, aquello que nunca dio».
Recordé entonces la queja de un niño q’eqchi’, originario de Panzós, expresada en el aula a finales de 1966: «Dicen los abuelos que, cuando vinieron los españoles, nuestros antepasados habitaban la orilla de los ríos. Los extranjeros los obligaron a treparse a las montañas para quedarse con sus tierras y, cuando se descubrió que en esas montañas había minerales, los obligaron a salir de ellas para explotar esos minerales, pero ya no había un lugar a dónde ir».
Eran como las cinco de la tarde. Comenzó a llover (en la calle, en los ojos y en el alma) y nos despedimos. Fui a buscar en varias páginas de Internet el canto de Facundo Cabral y encontré que las estrofas cuarta y quinta de Me dijeron por allí, rezan tal cual.
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