El tambor ha sido omnipresente en las culturas y el tamborilero tiene importancia suma en sociedades como las africanas. En pocas palabras, el tambor simboliza poder.
Probadamente, quienes utilizaron sonidos de choque —con palos y colmillos huecos de mamut o elefante— para amedrentar a “los otros” fueron los Homo Heidelbergensis que habitaron la actual Europa 500 mil años antes que los Neandertales y los Sapiens. Ya en el año 600 a. C., en la planicie del Indo-Ganges desde Afganistán hasta Bangladés, las naciones Magadha, Kosala, Kuru y Gandhara utilizaban los tambores tipo atabal para marcar el paso de los elefantes de carga, y el braceo en las embarcaciones mercantes medievales era disciplinado por un tamborilero.
Los tambores se documentan vinculados a la marcha desde la época del ejército de Nabucodonosor y en cuanto el ataque, ni digamos. Igual que el clarín, tenía sonidos codificados para indicar el asalto, la retirada, el paso rápido y volver a la formación.
En contraparte, el tambor como instrumento de percusión es indispensable en las grandes orquestas sinfónicas. Fue en Mannheim y Viena donde se le comenzó a dar un estatus filarmónico debido a la evolución de las orquestas de cámara.
Traigo a colación este discurso porque, en pleno siglo XXI, en Guatemala aún identificamos en el tambor la iconicidad del patriotismo, entendiendo como iconicidad la semejanza del signo con su referente y para el caso que nos atañe, el tambor nada qué ver.
Los mismos griegos prefirieron cultivar en sus jóvenes el afecto por la patria a través de la mitología primero, luego la literatura y por último esa condición tan especial que llamaron philesis.
El término implicó amistad, camino hacia el amor, conceptualización del eros como pieza fundamental del amor en la pareja humana y a la vez, descartó lo erótico como única expresión de amor. Además, la contemplación pura de la belleza y la benevolencia desinteresada como elementos esenciales de los lazos afectivos proyectaron tal condición de sentimientos a la patria. Los resultados fueron más allá de los esperados.
Tras la exaltación de la mitología y la literatura (Orestes y Pílades, Aquiles y Patroclo), la filosofía encumbró la amistad con un término específico que la distinguía del eros: Philía. Y antepusieron esos valores —sin descuidar la formación y el entrenamiento de sus ejércitos—, al retumbar de timbales, tamborones y gritos de guerra.
Nos vendría bien imitar a los griegos. La imago del tambor es poder (imago: prototipo inconsciente de personajes u objetos que orientan efectivamente la forma en que el sujeto aprehende) y los guatemaltecos no hemos fomentado en nuestros jóvenes la capacidad de discernimiento. Si los ponemos a escoger entre tambores, historia y poesía, seguro estoy que la mayoría se decantará por los bombos y los platillos.
A título de colofón cuestiono: ¿Qué fomenta más el amor por la tierra? Un poema como La Patria, de Ventura Ruiz Aguilera, cuya estrofa medular dice: «La patria se siente, no tienen palabras, que claro la expliquen las lenguas humanas», o los gritos defenestrados: «¡…teeención!, ¡de frente…! ¡march…!», donde el mandamás vocifera durante los “repasos”: «¡Derech, izquier, derech, izquier! ¡Un dos, un dos!, ¡alt…!»
Agradezco a quienes me escribieron en relación a mi último artículo: Trompetas y patriotismo. Muy especialmente a Karl Hacke, luterano alemán a quien igual que yo, le molesta que en los colegios católicos y evangélicos de Guatemala se fomenten las bandas de guerra y no las orquestas de paz.
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