En medio de rumores infundados que decían que podía crear un agujero negro que se tragaría a la Tierra entera, el Gran Colisionador de Hadrones de CERN inició operaciones oficialmente el 10 de septiembre de 2008. Con sus 27 kilómetros de circunferencia, sus potentísimos imanes, sus detectores del tamaño de edificios y sus más de 3.000 computadoras analizando datos, es la estructura más grande y compleja que ha sido construida por nuestra especie. Es capaz de hacer colisionar dos haces de partículas a un 99.99% de la velocidad de la luz y recrear las condiciones del Universo justo después del Big Bang.
Su costo de más de 10 mil millones de dólares fue compartido por más de una docena de países para intentar contestar las preguntas más fundamentales de la física moderna y comprender mejor las leyes de la naturaleza. Además de ser una joya de la ingeniería y de la tecnología humana, se yergue en la frontera que Suiza comparte con Francia como un colosal monumento a nuestra curiosidad y a nuestra determinación por descifrar los secretos más profundos del Universo.
Una de las preguntas que se intenta contestar con ayuda del colisionador es si realmente existe el bosón de Higgs, una partícula predicha matemáticamente por el modelo estándar pero jamás observada o detectada experimentalmente. En este punto, surge la pregunta: ¿Tanto dinero y esfuerzo invertidos en una “pinche particulita”?
Muchos de nosotros aprendimos en el colegio que todo lo que existe en la naturaleza—incluso nosotros mismos—está hecho de pequeñísimas partículas a las que llamamos átomos. No los podemos ver a simple vista, pero los científicos nos afirman que allí están, en 92 configuraciones naturales diferentes llamadas elementos. Gracias al trabajo de numerosas personas dedicadas a estudiarlos, ahora hay muchas cosas que conocemos sobre ellos; incluso, algunas bastante poéticas.
Sabemos, por ejemplo, que cada uno de los átomos que forman nuestro cuerpo vino de alguna estrella que estalló hace miles de millones de años. Los átomos de nuestros ojos probablemente vinieron de una estrella diferente, muy distante en el tiempo y en el espacio, a los de nuestra nariz. Durante su vida, las estrellas funcionan como gigantescos hornos que fabrican elementos por medio de un proceso llamado fusión nuclear. Al llegar al final de su vida, explotan y lanzan al espacio átomos de carbono, oxígeno, nitrógeno, fósforo, hierro y otros elementos fundamentales para la vida. En palabras de Carl Sagan, literalmente somos polvo de estrellas y eso nos conecta con el Cosmos de una manera muy especial. Estamos en el Universo, pero el Universo también está adentro de nosotros, conociéndose a sí mismo. No conozco una reflexión sobre la naturaleza más profunda y poética que esa.
Pero para todo lo que hemos logrado desentrañar sobre la naturaleza de los átomos y de las partículas fundamentales que los conforman, todavía hay muchas cosas que son un misterio. El tamaño de un átomo—el diámetro de sus órbitas—depende de la masa del electrón. Si comenzáramos a reducir gradualmente su masa, el tamaño y la fragilidad de los átomos comenzarían a incrementarse. Cuando hayamos reducido la masa a una milésima parte de su valor original, los átomos comenzarán a desbaratarse. Así que la existencia de galaxias, estrellas, planetas, árboles, sorbetes de limón, bicicletas, iPhones y físicos teóricos depende fundamentalmente de que el electrón tenga la masa que tiene. Y esto da lugar a una pregunta tan superficial como profunda: ¿Por qué tiene masa el electrón?
Aquí es donde la "pinche particulita" cobra importancia. En 1960, el británico Peter Higgs planteó una partícula con espín 0—un bosón—que crea un campo invisible que impregna a todo el Universo. Es en la interacción con este campo que las partículas adquieren su masa. Hace sentido y es consistente con las matemáticas del modelo estándar, que explica cómo interactúan las partículas fundamentales con las fuerzas elementales de la naturaleza; pero nunca había sido observada experimentalmente.
Luego de varios meses de rumores, el pasado miércoles 4 de julio CERN finalmente anunció que los datos recopilados por dos de los experimentos que se llevan a cabo actualmente en el colisionador, confirman con un 99.9999% de certeza la existencia de una partícula con las mismas características que se esperan del bosón de Higgs. Esto significa que las probabilidades de que los resultados de los experimentos sean producto del azar son de una en 3.5 millones. En términos estadísticos, esto es conocido como una desviación de 5-sigma y es el “estándar de oro” en la física para confirmar un nuevo descubrimiento.
El hallazgo es importantísimo, pues es central para determinar cuáles de las hipótesis sobre la naturaleza del Universo son más plausibles que otras. Es una de las piezas finales del rompecabezas y una confirmación más de que el modelo estándar de la física de partículas va por el camino correcto. Un resultado negativo hubiera sido igual de importante y de emocionante porque apuntaría hacia una física de partículas completamente nueva que obligaría a los físicos a pensar sobre las leyes de la naturaleza de una manera diferente. De igual manera, es el comienzo de una nueva etapa.
Pero más allá de las implicaciones científicas que tiene el haber descubierto una partícula nueva y consistente con nuestro mejor entendimiento de la escala microscópica del Universo, me llaman mucho la atención las discusiones de carácter teológico que esto ha suscitado.
La portada del miércoles del diario español La Razón resulta bastante representativa de cómo el avance de la ciencia es capaz de poner en modo de defensa a muchos fieles religiosos. Adentro, Marcelo Sánchez Sorondo, canciller de la Pontificia Academia de Ciencias del Vaticano, opina que: “Se trataría de un disparate pensar que el hecho de haber probado la teoría del físico británico Peter Higgs, quien además es creyente, vaya de alguna forma contra la existencia de Dios […] Claro que detrás de esa partícula está Dios, al igual que también está en usted o en mí mismo [...] No hay ninguna contradicción entre esta teoría y la teología católica. Toda esta historia de la ‘partícula de Dios’ nace de la intención de Higgs de vender mejor una teoría que resulta bastante complicada.” La sección de comentarios del artículo que Prensa Libre le dedicó al descubrimiento es otro ejemplo, aunque uno bastante vergonzoso por evidenciar el analfabetismo científico que existe en el país (En la versión impresa, incluso, se refirieron al bosón de Higgs como una "molécula").
Sánchez Sorondo, al igual que muchas otras personas (que sin embargo no trabajan en asuntos científicos), aparenta no estar muy informado de todo este asunto. El nombre de “la partícula de Dios” no es invento de Higgs “para vender mejor su teoría” y tampoco es un término popular entre los expertos, que prefieren llamar a la partícula por su nombre científico. Surgió a raíz de la publicación de un libro sobre la historia de la física de partículas escrito por el ganador del Premio Nóbel, Leon Lederman. Según cuenta el mismo Lederman, debido a la naturaleza tan escurridiza de la partícula y los costos elevados que su búsqueda ha acarreado, planeaba utilizar el título The Goddamn Particle (La partícula maldita), pero la casa editorial no se lo permitió. Finalmente, el libro salió con el título The God Particle a insistencia de estos últimos. El mismo Higgs, a quien Sánchez Sorondo erróneamente declara “creyente”, ha mostrado su descontento con el apodo, por la confusión innecesaria que suele acarrear.
Un faux pas de parte del portavoz de ciencias del Vaticano, sin duda, pero no deja de impresionarme el intento de acaparar el protagonismo. No nos fijemos en el esfuerzo de los científicos involucrados ni en lo que este descubrimiento significa para el avance en nuestro intento por comprender el Cosmos. ¡No! Lo importante es que puede acomodarse dentro de los dogmas de la teología católica. Como si hubiera algo que los teólogos no fueran capaces de racionalizar y acomodar a sus creencias.
Esto me recuerda a una historia que Stephen Hawking cuenta en su libro A Brief History of Time sobre su encuentro con el papa Juan Pablo II durante una reunión de cosmología en el Vaticano. En aquella ocasión, Wojtyla se dirigió a los presentes para advertirles que “Está bien estudiar el Universo y dónde se originó. Pero no se debería profundizar en el origen en sí mismo, puesto que se trata del momento de la Creación y de la intervención de Dios.” Hawking, con el buen humor que lo caracteriza, bromeó al respecto: “Me alegró saber que él no se había percatado de que había presentado una ponencia en la que teorizaba sobre cómo empezó el Universo. No me hacía gracia la idea de ser entregado a la Inquisición como Galileo.”
La época en la que el cristianismo tenía el poder y los medios para imponer su visión del mundo ha quedado en el pasado pero declaraciones como las anteriores dejan ver que los malos hábitos no mueren, sino envejecen. También evidencian que, mientras las religiones sigan estando basadas en dogmas de fe y en argumentos a priori, ciencia y religión siempre van a estar en conflicto. El mayor obstáculo para contestar las preguntas sobre nuestros orígenes, nuestra naturaleza y nuestro lugar en este inmenso lugar al que llamamos “Universo”, no es la ignorancia, sino la ilusión de que ya tenemos las respuestas.
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