Cuando pasó aleteando al lado de mi cabeza, yo di uno de esos brincos que son más como un espasmo, pero lo seguí con la mirada. Parecía que estaba buscando la manera de escapar porque se quedó quieto, pegado al vidrio, que dejaba traspasar la vista a esa pintura perpetua en la que ya se ha transformado el lago de Atitlán. Me cubrí las orejas con los audífonos. Repetí la misma canción que me había despertado cantando, que tiene una letra sobre las marcas sobre la espalda, una huida californiana y el incendio. Al rato volteé a ver si el pájaro seguía en la ventana. Allí estaba. Pero comprendí que no estaba atrapado. Había entrado voluntariamente a pararse al lado de ese vidrio, donde aprisionaba a las moscas entre el pico y el cristal antes de tragárselas. Tres, cuatro, cinco moscas. Debió de haber quedado satisfecho. Lo vi despegar hacia afuera con el pico rebalsando de restos de alas negras.
Ver un plato tan lleno de comida siempre me quita el hambre. La externalización de la culpa, supongo. Me voy caminando entre las flores, arrancando las que más me conmueven, hasta llegar al muelle. Allí me siento frente al lago. ¿Habrán descendido las nubes al punto de casi tocar el agua o yo me habré acercado tanto a ellas que puedo tocarlas si estiro la mano? ¿Se está moviendo el muelle o me estoy moviendo yo?
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Me acerco al borde de las tablas para ver el reflejo oscilante de mi cara sobre el agua. De manera automática meto la mano entre la bolsa, que tantea todo lo que hay adentro hasta hallar el celular. Me pongo de rodillas y me agacho poniendo los codos sobre las viejas tablas de madera. Tomo la misma foto que he tomado muchas veces y que, como no sé tomar fotos, tomo mal. Qué importa. Igual, estoy a punto de publicarla. Pero en eso se tambalea el muelle o me tambaleo yo y vuelvo a ver la foto y rápido la borro porque al volver a verla pienso que no refleja lo que quiero. Me siento como un maldito robot o como un robot maldito, no sé. Es el mismo sentimiento de estar con el teléfono en la mano atravesando historias de gente que no conozco, sin detenerme siquiera a mirarlas. Haciendo ese ansioso movimiento mecánico de derecha-izquierda con el pulgar, invadiendo imágenes que se balancean entre la fantasía y la realidad. Vuelvo a guardar el celular.
Decido tomar un descanso del reflejo brillante de la pantalla y, de alguna forma, volver a lo básico, como el dibujo oscuro que hace mi sombra ahora que el sol me pega de espaldas o aquel pájaro de la cafetería que, aunque en la fantasía parecía estar atrapado, en la realidad siempre estuvo libre. Es que, sin contexto, algunas imágenes resultan confusas y todo se vuelve una ilusión. Pero la imagen del reflejo del agua soy yo. De eso estoy segura.
Releo la frase con la que empieza ese libro que me dieron hace unos días. «Y buscaba de dónde viene el mal, y lo buscaba mal, y no veía el mal que había en mi propia búsqueda». Sonrío de pensar lo que dijimos entonces: que la sola búsqueda de algo ya conlleva un sufrimiento. Siento nostalgia como de volver a casa, a la de la infancia, a la que no se olvida nunca, a esa que es más un sentimiento que un lugar.
Casi es hora de volver, pero me quedo un gran rato observando el agua, que con el viento comienza a formar pequeñas olas. Casi es hora de volver, pero se vale reencontrarse y no volver, o volver con más ganas. Se vale acercarse las flores a la boca, susurrarles una intención, soltarlas al agua y quedarse esperando a ver a dónde las lleva la corriente. Se vale no pensar en nada y pensar que tal vez esa nada al final lo es todo. Casi es hora de volver, y yo despego porque en realidad ya comprendí que igual nunca estuve atrapada.
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