La gente que quiere hacer algo encuentra satisfacción en producir y para eso necesita recursos. La gente que nomás busca riqueza no quiere trabajar, solo consumir.
Ambas categorías tienen abolengo natural. Las llamamos presa y depredador. Entre humanos, quien prefería depredar tenía antes dos caminos. Podía arrebatar con violencia a otros. Esto era (más bien sigue siendo) el quehacer de los ejércitos de conquista, pero también de ladrones y asaltantes. O, si era ingenioso, podía reclamar tributos solo porque sí. Una víctima convencida ahorra al depredador los riesgos de hacer violencia. Siendo los humanos infinitamente creativos (y también crédulos), inventamos dioses y reyes para justificar el expolio.
También inventamos el dinero, excelente para transferir riqueza con fluidez y, cosa importante, sin dolor. Los depredadores lo apreciaron: cuando el súbdito pagaba el tributo, ya no lo asociaba al trabajo de la cosecha cuyo fruto le arrancaban.
Pero persistía un problema: la depredación nunca produce nada, nomás redistribuye lo que hay. Al aumentar los depredadores —nobles, generales y clérigos, todos querían su tajada— aumentaba el riesgo de que las víctimas se hartaran.
Por caminos tortuosos encontramos solución: inventamos al capitalista. El que quería ganar riqueza sin trabajar ¡podía servir de algo! La fórmula es brillante: el que produce (monta una tienda, construye un avión o pinta un cuadro) es depredado por el parásito, claro. Pero luego el depredador toma parte de esa riqueza arrebatada y como dinero la presta a otro que quiere producir. El depredador sigue sin producir absolutamente nada. Pero ahora hay dos tiendas, dos aviones o dos cuadros. ¿Cómo sucede? El capital —más bien la deuda—, explica Varufakis, es una máquina del tiempo: convierte trabajo futuro —más bien la promesa de sus frutos— en inversiones de hoy y así producimos más.
Pero nada es gratis: el mundo sigue siendo material, y eventualmente hay que saldar el balance entre préstamo de hoy y frutos de mañana. Lo opuesto se llama calentamiento global: demasiada energía puesta en el mismo momento. Y aquí surge el verdadero problema, ya que la solución capitalista creó un enorme riesgo. Pusimos el sistema entero en manos del depredador. Al principio se creyó el cuento: durante la Revolución Industrial y el temprano siglo XX, los financistas aún veían la materia como algo inescapable.
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A partir de la década de 1980 la cosa cambió. Una nueva tanda de depredadores holgazanes (gentilmente los llamamos neoliberales) descubrió que podía postergar casi eternamente el pago de las deudas: bastaba con sacar nuevos préstamos para cubrir los viejos. Al «apúntemelo, doña Chonita» agregaron el «hermano, préstame para pagarle a doña Chonita». Ni la crisis de 2008 los cambió, pues para entonces tenían el poder de los Estados. No solo podían postergar la deuda, sino incluso cancelársela a sí mismos, cobrarla a sus víctimas y encima ¡culparlas! Perverso, pero genial.
Recapitulemos. Primero, el depredador arrebataba sin más. Luego encontró sentido en el capital: tomar prestado de la producción futura para producir más hoy. Pero su afán holgazán persistió. Descubrió que podía escapar de la prisión en que lo había metido el capitalismo. Una nueva generación de depredadores holgazanes (gentilmente los llamaremos hideputas) ha encontrado que ni siquiera necesita mover riqueza en el tiempo para invertir hoy. Ya no invierten. Nomás convencen a sus víctimas de asumir deudas futuras para financiar su propia producción hoy. La presa se depreda a sí misma y encima tributa al parásito.
Dos ejemplos ilustran la perversidad. Primero, los préstamos educativos —vistos en su máxima expresión en las deudas universitarias en los Estados Unidos, pero cada vez más también en el resto de los sistemas educativos—. Necesariamente, la educación es transferir riqueza entre generaciones y hacia el futuro: los mayores, que han acumulado sabiduría, deben entregarla a los menores, que no la tienen. Así se garantiza la capacidad futura de producción, esa que pagará las deudas. Pero ahora los hideputas cobran por anticipado la transferencia de sabiduría. El joven nace deudor, su productividad futura hipotecada cuando ni siquiera sabe cómo producir.
Segundo: los premios sin premio. Antes el depredador debía invertir para financiar el invento. Luego descubrió que bastaba con ofrecer un premio: la esperanza de ganar conseguía que los productores inventaran. Pero no satisfizo al depredador. Ahora ni siquiera financia el premio. Nomás ofrece como presea ayudar al ganador a buscar inversiones. El premio al inventor es la mendicidad.
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