Todo está al alcance de sus manos (como si no lo supiéramos todos con el celular y las redes sociales). Antes, para restringir el contenido que consumían los menores, bastaba con tener horarios en la tele, que muchas veces era la única en casa. La pornografía animada era cuestión de cines sucios y ocultos, películas pésimas y poco acceso en general. O estaba el manoseado videocasete, que se rolaba entre los cuates y se miraba con el corazón saliéndose del cuerpo esperando que no entrara un adulto a regañarlos. Las revistas debajo de un colchón, las historias de hermanos mayores, leyendas y fábulas. ¿Hablar con los papás acerca de lo que significaba tener sexo más allá de lo puramente biológico? Ni de chiste. A veces ni siquiera el mismo mecanismo.
Pero de mi experiencia propia para acá han pasado 30 años y lo único que ha cambiado es la cantidad y facilidad de información sin filtro que les cae en el cerebro a los niños. Un celular en la mano es una puerta sin llave a cualquier cosa. Cualquiera. Y creer que no lo miran porque uno no lo hacía es como creer que el agua no moja solo porque uno no está bajo la lluvia. Miran de todo. Si no es en los aparatos propios, en los de los cuates. Y lo peor que uno puede hacer es hacerse la bestia solo porque da pena ser franco con el bicho que le dice a uno mamá.
Hace poco el grande, de diez años, luego de comenzar la conversación declarándose hombre de pelo en pecho (háganme el favor: no tiene ni pelusa), terminó preguntándome acerca de cómo tienen sexo las lesbianas. De la nada. Sin comenzar por «¿qué es una lesbiana?», lo de «¿qué es sexo?» ya tuvo su platicadita. Dos cosas me saltaron a la mente: 1) todavía me pregunta y 2) ya tiene la información y solo me está usando para corroborarla y ver si le respondo como es.
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Jodido eso de que lo prueben a uno los hijos. Y lo hacen. Todo el tiempo. Para el momento en el que sueltan una pregunta, es porque ya tienen una respuesta y solo quieren ver qué tan franco es uno con ellos.
A mí no me parece un tema común de conversación diaria. No es que andemos hablando de eso todo el tiempo en familia, no. Pero es normal desde que tener sexo es un acto normal. No existirían ellos si no lo fuera. Y prefiero mil veces que me pregunte a mí, aunque yo cambie de colores y tenga que formular muchas veces mi respuesta para dosificar la información que yo quiero darle, y no que vaya a preguntarle a cualquier otra persona.
La clave está en volver a tomar el control de la interpretación que uno les ayuda a sus hijos a tener acerca de las cosas importantes de la vida. El sexo es una de ellas, pero también están cómo comportarse con los demás, el siempre decir la verdad, las consecuencias de actos negativos, qué clase de espiritualidad quisiera uno que tuvieran, el consumo de drogas, la autoestima basada en valoraciones que vayan más allá del aspecto físico y tantas, tantísimas otras cosas que es mucho más fácil dejar a otros que se las den.
El hecho de que no se hable de temas fuertes no quiere decir que no se vayan a topar con ellos. Qué mejor que lo hagan con las herramientas que uno cree que les van a servir. No son animalitos de monte a los que solo haya que sacarlos a pastar. Estoy segura —podría apostar lo más valioso en mi vida— de que no lo hago sin errores. Criar hijos es lo más cercano a vivir fracasando todo el tiempo que uno aguanta a hacer. Pero por el momento me doy por bien servida con que todavía se acerquen a preguntarme cualquier cosa. Aunque no siempre tenga la respuesta o me cueste dársela. Algún día este bicho sí va a ser un hombre de pelo en pecho, y espero que de algo le haya servido preguntarme.
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