Estamos atravesados, en cuerpo y en mente, de manera individual y colectiva, por la colonialidad, que mediante sus narrativas, símbolos y acciones impuestas desde el centro de poder nos hacen perder el pensamiento crítico y el horizonte del buen vivir, lo cual afecta a toda la sociedad. El extractivismo ya no es el mismo del siglo XV. Ha mutado cual cruel virus y ahora ya no es solo la ambición de minerales, de fuerza de trabajo y de otros recursos, sino también un extractivismo espiritual, lingüístico, político, ético y moral.
El despojo es ganancia para las élites coloniales y pérdida para la sociedad colonizada. Hemos perdido el sentimiento de resistencia ante la dominación. Hemos perdido sensibilidad y solidaridad humana. Somos indiferentes ante el despojo de la infancia a los niños, entendida esta como ejercicio de los derechos de educarse, alimentarse, recrearse y vivir en un ambiente seguro, libre de explotación y de violencia. Se ha dicho que el peor lugar para ser niño o niña es Guatemala.
El estudio Las múltiples caras de la exclusión revela que, de 28 países evaluados, Guatemala está en el último puesto cuando se analiza la gravedad de las amenazas a las que se enfrenta la infancia. La exclusión de la que habla el informe está vinculada con salud, desnutrición, exclusión en la educación, trabajo infantil, matrimonio y embarazo adolescente y violencia extrema. El ranquin revela que Guatemala es el único país de Centroamérica que figura entre las peores 30 naciones donde los niños «se pierden la infancia».
Siempre ha sido así. En fotografías de comunidades de fines del siglo pasado se observan niños descalzos, con las manos en la bolsa y la mirada triste y atemorizada. Esta escena se repite actualmente en las comunidades indígenas y en los barrios pobres de las ciudades. Pero somos indiferentes ante los hechos alarmantes de niños en pobreza, explotados, secuestrados y asesinados.
No conocemos nuestra historia. Hemos sido despojados de la memoria colectiva. La mirada y el entendimiento que tenemos de la realidad son parciales y de corto plazo. Nuestro caudal de representaciones colectivas, prácticas, saberes, mitos, ideologías, creencias y valores ha sido expoliado para uso de las élites a falta de uno propio.
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Tenía razón Carlos Guzmán Böckler al escribir: «De manera general, el colonizador ha tratado siempre de borrar la memoria colectiva para establecerla en un tiempo fuera del tiempo, aniquilándola y desvitalizándola en un proceso de reificación magistralmente descrito por Fanon: “El entronizamiento del régimen colonial no entraña la muerte de la cultura autóctona, sino más bien el fin buscado es más una continua agonía para momificarla, aprisionarla, enquistarla, congelarla hasta el exotismo y el turismo. Llevarla al borde de la extinción sin permitirlo”».
Al principio, el sistema colonial hacía matar. Decidía quién vivía y quién no. Hoy, luego de 500 años, el sistema deja morir por abandono, exclusión, explotación y sometimiento de la vida colectiva a los dictados de los intereses de las élites dominantes.
El problema de la niñez, despojada de su ser, no termina al dejar de ser niño o niña. El problema se prolonga en la adultez, luego como padres o madres de familia y finalmente de una generación a otra. Los adultos que han sido no niños carecen de capacidades que el sistema tuvo que haberles formado a través de la educación, la salud, la recreación, el deporte, el arte y la cultura. En esas condiciones serán masas vulnerables y propensas a seguir siendo despojadas de su vida.
Y es falso que el sistema les brinda las mismas oportunidades a todos. Se ha demostrado que la vida de las personas está determinada, en estos sistemas coloniales, por dónde se nace y por quién se es cuando se nace. Si se nace indígena, la única opción es la servidumbre.
Los movimientos sociales, los partidos, los políticos, las autoridades ancestrales y la población debemos entender lo que dijo Assata Shakur: «Nadie en el mundo, nadie en la historia ha conseguido nunca su libertad apelando al sentido moral de sus opresores». Solo el ejercicio del poder, agregaría yo.
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