¡No fallan! Los Estados, contrariando la «ingenua» visión escolar que los muestra como árbitro social neutro, en realidad representan la violencia institucionalizada de la clase dirigente. Los Estados capitalistas defienden la propiedad privada de los medios de producción. Si además pueden dar servicios públicos (salud, educación, infraestructura básica, seguridad): bien (tal como pasa en el Primer Mundo). Si no los dan (la cruda realidad del sur global), «que la población se aguante».
En los países pobres los Estados no fallan: no ofrecen buenos servicios, pero controlan al milímetro la seguridad de los capitales. En el Norte, donde hay más recursos, su función es la misma: se permiten dar mejores servicios públicos, pero básicamente están para asistir a los capitales (recuérdese de la cantidad de salvatajes que realizan ante las grandes quiebras).
El Estado guatemalteco trabaja solo para mantener los privilegios de la élite. Hoy está ganado por mafias que lo manejan con la mayor corrupción e impunidad. El final de la guerra interna hace 25 años, aunque abrió algunas expectativas, no cambió en nada la situación de base. Guatemala continúa siendo un país empobrecido. No confundir: no es un país pobre; sucede que la riqueza nacional está mal repartida, asimétricamente distribuida. Ese es el verdadero problema de fondo. El Estado que no falla, «consagra» esa realidad.
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La corrupción es un mal agregado a la situación estructural. Si los políticos que dirigen los organismos de Estado fueran probos y no se quedaran con vueltos o hicieran sus buenos negocios, tal como sucede habitualmente, la situación no mejoraría. Es un espejismo, que cada vez se profundiza más, pensar que la causa última de los males de la población estriba en hechos corruptos de los gobernantes. De ese modo se naturaliza la estructura económica, dando por supuesto que es un robo descarado que un político, luego de haber pasado por la administración pública, tenga una mansión y vehículos de lujo, pero es «natural» que un empresario o un terrateniente sí los pueda poseer. El problema de la pobreza generalizada no estriba en la corrupción sino en la forma en que se reparte la riqueza.
Guatemala tiene una economía robusta en términos macros. Es la más grande del área centroamericana. Pero hay índices socio-económicos desastrosos. Un país donde se produce mucha comida presenta la mitad de la población infantil con desnutrición crónica. Un país donde cada fenómeno natural que llega –huracán, terremoto, erupción volcánica– se transforma en un desastre de proporciones gigantescas. Comienza la temporada de lluvias y hay cientos de miles de afectados. ¿Por qué? Porque la estructura económico-social no permite repartir equitativamente esa riqueza, y mucho menos, prevenir lo que se sabe que va a suceder.
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La pobreza crónica que define al país –70% en situación de pobreza– no es producto solo de la corrupción de la clase política: es consecuencia de la estructura misma de la sociedad, donde un minúsculo grupo se lleva prácticamente todo, y el Estado es manejado por funcionarios que solo roban para sí, favoreciendo los grandes negocios de esa élite.
¿Se sabe todo esto? Sí, se sabe. Cada niño que muere de hambre, o que tiene hipotecado su futuro por la desnutrición crónica que le acompaña junto al trabajo que de pequeño ya debe realizar, cada casa que es llevada por la crecida de un río en temporada de lluvias, cada mujer violentada por cualquier «macho» exponente de la cultura patriarcal que prevalece, cada miembro de los pueblos originarios que es humillado cotidianamente por prácticas racistas, todo eso se sabe y se podría impedir.
El Estado glorifica todo esto. ¿Deberá construirse otro Estado entonces?
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